En este país nos hemos, lamentablemente, acostumbrado a muchas cosas. A que el cumplimiento de la ley sea discrecional y que se sientan exceptuados del mismo una casta de intocables, desde los motoristas y transportistas, para quienes las leyes de tránsito no aplican, hasta los políticos y funcionarios que no cumplen con sus deberes y aplican la ley antojadizamente.
Nos acostumbramos también a tolerar la corrupción, a que se justifiquen los bajos salarios de los policías porque reciben en adición a estos coimas y a que éstos y los militares presten servicios a particulares o manejando empresas de seguridad privada relegando su misión; a que sea normal que un ejecutivo o funcionario reciba comisiones para manipular compras y contrataciones; a que los políticos beneficien a sus acólitos y familiares a expensas del Estado con puestos de trabajo, contratos, becas, apartamentos y otros; a que los funcionarios se asignen beneficios muy por encima de lo que la ética ordena.
De igual forma nos habituamos a que en cada crimen hubiera la complicidad de miembros de organismos de seguridad, a que el tráfico de personas y bienes gozara de la complicidad de las propias autoridades, a que nuestras instituciones y funcionarios perdieran todo concepto de austeridad en el gasto, permitiéndoles lujos y gastos escandalosos para un país como el nuestro.
Asimismo nos hemos acostumbrado a que no haya consecuencias por violar la ley y la Constitución para el poder político, y les hemos permitido que decidan a voluntad cuándo una ley debe cumplirse; que irrespeten los mandatos legales o los plazos establecidos en leyes y hasta en la propia Constitución y que hayan impuesto un Estado de Reglas lejos de uno de Derecho.
Era ingenuo pensar que todo esto pasaría sin consecuencias. Lo cierto es que hemos creado un país en el que las leyes e instituciones no sirven a los fines que deberían, las cuales son tan numerosas y costosas como ineficientes; en el que la mayoría de los funcionarios carece de autoridad moral y da un mal ejemplo, por lo que no debería ser una sorpresa que hayamos cosechado una sociedad que se resiste a cumplir la ley, que tiene los valores invertidos, en la que se desprecia el buen nombre, los méritos académicos y la moral y se rinde culto a lo vano, a las riquezas a cualquier precio que se convierten en llave de acceso a los “mejores” ambientes.
Por eso no solo no hemos superado los problemas fundamentales del país durante estas décadas en que tantos recursos han sido derrochados, como la educación, la electricidad, el transporte y salud públicos, sino que hemos añadido otros males mayores como el narcotráfico y la criminalidad que ponen en peligro no solo la vida de los ciudadanos sino las fuentes de generación de riquezas y empleos.
Nuestra sociedad está pagando las consecuencias de haber vivido sin consecuencias. Todavía estamos a tiempo de cambiar este sombrío panorama, pero para ello será necesario tomar las decisiones que irresponsablemente hemos postergado.