Los problemas del expresidente Leonel Fernández se relacionan con el hecho de que su ambición de poder supera su inteligencia. Toda su habilidad para manejarse en el ámbito de la actividad política, adquirida en sus doce años de mandato, se esfuman ante su afán de regreso como actor principal del drama nacional, cegándole ante la realidad que le muestran sus niveles de rechazo y el funesto legado de corrupción y despilfarro que le dejó a su sucesor y al país.
La capacidad visionaria que le atribuyen sus seguidores debió indicarle la necesidad de mantenerse en un bajo perfil ante el inevitable huracán que los agravios del enorme e histórico déficit fiscal y su legado de corrupción traerían al ambiente político. Vientos que él supone soplan a su favor, pero con fuerza para derribar su mucha o poca credibilidad, amenazada ahora por graves acusaciones de supuestos nexos con el narcotráfico, que me resisto a creer, pero que él está en la obligación moral de aclararle a la nación.
Su silenció sobre esto último alienta las especulaciones en su contra, no tanto por lo que haya hecho o hubiera podido hacer, sino porque aspira a un irracional regreso como presidente en la eventualidad de que su partido prefiera su camino lleno de cuestionamientos o el seguro de la reelección del presidente Medina, a quien todas las encuestas dan como la más popular de las opciones presidenciales.
En su defensa se aduce la criminal actividad de su acusador entendiéndola como una trama sucia en su contra sin llegar a entender que la gravedad del silencio contribuye a ponerle en una situación más delicada todavía.
Tal vez sea demasiado tarde para que el expresidente ponga a un lado su ambición de poder. Tal vez perdió ya la oportunidad de alcanzar el dominio total de la nación, que casi tuvo. No le será fácil, por eso, recuperar la condición de ciudadano común de la cual se divorció, embriagado del oropel que le rodeó en sus doce años de gloria.