Entre los dominicanos está muy extendida la idea de vivir más allá de nuestras posibilidades reales. Ese afán conduce a situaciones terribles. Se gasta más de lo que se puede o se tiene. Vienen las deudas y las frustraciones porque se busca una felicidad fundada en el consumo y no en las formas sensatas que nos brinda la vida.
Nada de teorías sobre justicia social y equidad que son paradigmas invariables. Siempre debemos aspirar a que la sociedad sea cada vez más justa. De lo que hablamos ahora es de ese maldito afán de querer a toda costa lo que no podemos tener.
Tampoco nos nubla la mente el conformismo y mucho menos pretendemos promoverlo. No se trata de que se acepten las condiciones que nos impiden avanzar. Hay que mejorar las condiciones de vida. Ese es un derecho, pero tiene que ser por vías legítimas y razonables.
Si llevamos una vida ordenada, tratando de alcanzar lo justo, en proporción a nuestras capacidades, no tenemos que llegar a los extremos: vivir en el afán de tener, poseer, gastar, un consumismo que daña el cuerpo y la mente.
Tenemos que aprender y aspirar a la vida simple. Sin pretender unos estándares que no se corresponden con lo que somos ni con las realidades de cada quien.
La vida que vemos en el cine y en la televisión escasamente guarda relación con la vida de las personas. Suele ser fantasía que muchos buscan alcanzar. Eso conduce a un frenesí que rompe todos los parámetros y arrasa con la condición humana.
Somos máquinas del consumo. Y cuando no tenemos capacidad para discernir lo suficiente, entonces vienen las vías que entran en conflicto con la ley. Se llega hasta la violencia.
Y cuando todo se complica, se olvida que la negación de todo eso reside en la formación. En las enseñanzas de los buenos abuelos, de los buenos padres. De los hogares sencillos en los que nacimos.
Si aprendemos a vivir con lo necesario y lo justo, sin tener que tomar hasta lo que no nos pertenece, entonces seremos pacíficos y amorosos.
La vida sana nos salva de la violencia.