Admito mi carencia de respuesta para algunas de las más importantes preguntas que muchas veces me formulo. Por ejemplo, ¿por qué escribo una columna diaria desde septiembre de 1978? ¿Por dinero? No lo creo. Lo que me pagan no me resuelve ningún problema. ¿Entonces, por qué lo hago? ¿Acaso es la búsqueda de fama o reconocimiento? Descartado. Detesto la primera y dudo que se obtenga lo segundo por esa vía. ¿Por vanidad? Aún no sufro de ese mal. ¿Para probarme a mí mismo? No necesito hacerlo. Me basta con mi familia. ¿Para estar en el centro de la energía que mueve a esta sociedad? ¡Imposible, daría cualquier cosa para estar lejos de ella!
Pero debe haber una razón, sin duda. Tal vez tan poderosa que sea incapaz de comprenderla. Pasa muy a menudo en un mundo atormentado, donde las personas viven angustiadas por el duro quehacer diario, asfixiadas muchas de ellas en una abundancia extrema y a veces aniquiladora del espíritu, y otras, en número mayor, atrapadas en una terrible escasez desconsoladora.
Cuando comencé a escribir a diario restándole tiempo a mis obligaciones como ejecutivo de un periódico, me ilusionaba la idea de contribuir a la solución de problemas nacionales o por lo menos a despejar de brumas el camino por el cual transitan muchos lectores.
Me costó tiempo y millones de palabras para convencerme de cuán tonta era esa idea. Me di cuenta años después que a lo sumo uno se gana algunas simpatías y, por supuesto, la animosidad de gente fanática incapaz de admitir opiniones distintas a las suyas. Significa que escogí un oficio equivocado. ¡Ni pensarlo, pues haría lo mismo si tuviera otra oportunidad! ¿Entonces, a qué viene todo esto? ¿Por qué seguir insistiendo? Realmente no lo entiendo, aunque de pronto, sin proponérmelo, he llenado el breve espacio reservado para una entrega de mediados de semana, que tal vez muy pocos leerán.