Permítanme la terquedad de insistir sobre un tema básico del periodismo, porque algunos propietarios de medios electrónicos tal vez ignoren que son moralmente responsables de cuanto se diga o haga en sus estaciones. Que las ofensas y alegres insinuaciones que se lanzan sobre honras o tranquilidades hogareñas tienen su precio. Que si bien la popularidad que esa obscena práctica genera produce por un tiempo mucho dinero, en algún momento se transforma en descrédito y rechazo. En definitiva, que nadie es tan tonto para creer que esas cosas suceden sin el consentimiento o visto bueno de sus dueños o empleadores.
Lo peor es que las permanentes competencias de vulgaridad que por algunos medios se escuchan y ven, crean modelos y pautas en el oficio periodístico. Muchos jóvenes talentosos y otros que no lo son, han visto en ello una vía fácil de alcanzar metas, desdeñando el buen decir y la ecuanimidad que tanta falta le hacen a una sociedad dominada por el afán desmedido de lucro y fama. Además, el que esas atrocidades se originen en horas inapropiadas es algo intolerable, por el daño irreparable que supone.
La responsabilidad principal, a mi juicio, no reside en los autores de tales despropósitos, sino en los dueños de medios o empleadores que permiten esas cosas. No alcanzan a darse cuenta que el poder e influencia política provenientes del crecimiento de la popularidad de sus medios, es ficticio y que un día podría volverse en contra de ellos. Es por demás sumamente patético escuchar una cuña de una empresa de prestigio a continuación de una de esas palabrotas con que en algunos programas se van a pausa comercial. En muchos países, los ciudadanos se cobran esos excesos dejando de adquirir las marcas que los financian. No estamos tal vez muy lejos del día en que ello también ocurra entre nosotros. Ni el día que un gobierno se valga de la vulgaridad para implantar la odiosa censura.