Los términos del acuerdo firmado entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las guerrillas de la FARC son, a todas luces, una reivindicación del método de la lucha armada para alcanzar objetivos políticos, que ya estaba descartado por lo menos en América Latina, tras las penosas y sangrientas experiencias centroamericanas. Y es poco probable que aun cuando sean oficializadas por el voto de los colombianos en el plebiscito del mes próximo, la tan anhelada paz siente sus reales en Colombia.
Las condiciones aceptadas por Santos constituyen una rendición, que dará a la guerrilla un estatus político excepcional. El otorgamiento de diez curules en el congreso por ocho años sin necesidad de someterse al voto ciudadano, los favores económicos, la despenalización de los crímenes cometidos por los insurgentes y la supresión de la autoridad de las cortes y el ministerio público para sancionar los crímenes de la FARC es simplemente inconcebible, mientras las acciones del ejército, la policía y los paramilitares en su lucha contra la insurgencia quedarán bajo la jurisdicción de la justicia ordinaria.
La paz es preferible, sin duda, a la guerra, pero aun la búsqueda de ella exige condiciones honorables para las partes. Santos ha rendido a Colombia y tarde o temprano las condiciones aceptadas derrumbarán los cimientos de la paz alcanzada a tan alto precio. El primer error del presidente colombiano fue aceptar a Cuba como sede de las negociaciones, porque el gobierno del país que auspiciaba a la FARC no era el escenario propicio para sentar las bases de un acuerdo perdurable.
Ahora queda pendiente el plebiscito. ¿Qué pasará si el pueblo se pronuncia por el No o el Sí se da con un pequeño margen de diferencia por el voto de gente que no está de acuerdo con los términos pero está hastiada de la guerra? Las columnas de la paz firmada este lunes en Cartagena podrían ceder al primer soplo de viento.