La idea más aceptada en el país de un puesto público es la de llegar allí como una oportunidad para hacerse rico. Por eso es tan difícil crear una verdadera conciencia nacional en contra de la corrupción y por esa misma causa los delitos económicos quedan siempre cubiertos por un manto de impunidad.
Cuando renuncié en enero de 1988 a la dirección general de CORDE, en conflicto abierto con el presidente de entonces Joaquín Balaguer, todos los caminos se me cerraron. Aunque mis relaciones con el caudillo reformista sobrevivieron a ese difícil momento, lo cual me salvó de algunos embarazosos momentos con la zona más salvaje de su entorno palaciego, la situación se me hizo cuesta arriba.
Muchas de las críticas mediáticas vertidas contra mí se referían a mi falta de experiencia e incluso a una supuesta inestabilidad incapaz de superar las situaciones críticas propias de toda posición pública importante, alrededor de la cual giran, como diabólica centrífuga, los más enconados y diversos intereses, detrás de privilegios, contratos y otras canonjías. De todas las experiencias vividas en aquellos ya lejanos años de juventud, recuerdo con especial interés una en particular. Forzado a combatir el estrés y la soledad que me envolvía con su desoladora presencia, solía acudir a practicar el ajedrez en la cafetería de Franco en la calle El Conde. Era usual entonces ver a las vecinas de la zona colonial sacar sus mecedoras para tomar el aire fresco de la tarde en las aceras. Tras pedir el permiso de rigor al pasar por una de tan bellas escenas cotidianas del reciente pasado citadino, escuché la voz piadosa de una mujer a mis espaldas lamentándose por mí por haber perdido con la renuncia la oportunidad de mi vida. Con palabras extraídas de lo más arcano de su tierno corazón exclamó: “Pobrecito, qué pena…, tan joven”.
La escucha me produjo escalofríos. Doblé la esquina y volví casi corriendo a casa.