Pocas composiciones despiertan el entusiasmo de los aficionados a la ópera como Rigoletto, el drama de venganza, amor filial, pasión y engaño en tres actos de Giuseppe Verdi (1813-1901). Para muchos verdianos el momento más emocionante se da en el acto final en el que el Duque de Mantua interpreta la famosa aria para tenor La donna é mobile a la que sigue el no menos famoso cuarteto Bella figlia dell amore.
Los entendidos consideran esta ópera, estrenada en 1851, como una excepcional e inigualable obra maestra, y al compositor como genuino exponente del tránsito entre el bel canto de Rossini, Donizetti y Bellini, y la corriente verista y Puccini.
Lo fascinante de este cuarteto es que el tenor debe cantar todo el tiempo en registro agudo y mantenerse así por encima de las otras tres voces de barítono (el jorobado bufón Rigoletto, protagonista del drama), soprano (Gilda, su hija) y contralto (Maddalena). La pieza es una de las más celebradas del reportorio verdiano, debido a que esas cuatro voces se fusionan excepcionalmente al final de la melodía hasta formar un todo pleno de fuerza sobrecogedora.
Los biógrafos de Verdi aseguran que el escritor francés Víctor Hugo, autor del drama “Le roi s´amusse”, en que se basa el guion, después de asistir a una de las primeras representaciones de Rigoletto le confió a Verdi su admiración y envidia, por lograr que cuatro voces diferentes, cantando a la vez y expresando sentimientos diferentes, pudieran compenetrarse con tanta belleza y perfección, algo que a su juicio era imposible de alcanzar en una obra teatral. Es difícil escuchar o ver esta obra y no prenderse para siempre de ese inigualable género musical.
Si Dios le ha hablado a seres humanos debió hacerlo al autor mientras escribía este cuarteto de Rigoletto, a Puccini en Turandot, a Mascagni en Cavalleria y a Beethoven siempre, tan alto y tanta veces que acabó dejándolo sordo.