Después de someter al pueblo por más de medio siglo a rigurosas restricciones y a un sistema de controles totalitarios, con absoluta pérdida de las libertades políticas y económicas, el envejecido y anacrónico castrismo, más lejos de una revolución que en los peores tiempos anteriores a su llegada al poder, ha abierto algunas rendijas para permitirle a los cubanos tener conucos en sus patios, barberías, salones de belleza y pulperías propios y destartalados vehículos milagrosamente útiles todavía, gracias al ingenio que el régimen no pudo quitarle al cubano. En otras palabras, permitir a medias, gota a gota, lo que le quitó a partir del 1959.
Cerrados por simbolizar la decadencia del capitalismo, los Castro se embarcan ahora en la construcción presurosa de campos de golf, para hacer más atractivo el turismo, una actividad que la revolución pasó en la década de los sesenta por las armas, de la misma manera sumaria con la que salió de sus opositores y disidentes.
Las tímidas correcciones con las que Raúl, el octogenario heredero de su hermano Fidel, intenta superar sus errores de cinco décadas y media, no serán suficientes para aliviar los sufrimientos del pueblo cubano y mucho menos para reivindicar una revolución que cada día se hace más obsoleta y cruel, ensañándose sobre indefensas mujeres de blanco y temerosa de toda señal de desaprobación, sea en el coraje de una bloguera, en un poema inofensivo o en un grito de libertad producto de la desesperación de hombres y mujeres libres que llenan sus cárceles y el exilio. Pensar que todavía, después de medio siglo de fracasos, se denigre a los opositores llamándoles “gusanos” y que supuestos líderes democráticos dominicanos la promuevan como un modelo a seguir, no sólo ofende e irrita, sino que inspira un fuerte sentimiento de pena y dolor, por saber de antemano que los Castro no pagarán el precio de su crimen.