A despecho de la caída del Muro de Berlín y los acontecimientos que le siguieron en Europa y el resto del mundo, el léxico de la guerra fría domina todavía el debate, insustancial por cierto, en el ámbito latinoamericano. Parecería que lo ocurrido cuando el témpano ideológico que se derritió con la desaparición de la Unión Soviética no ha sido entendido como tampoco las transformaciones capitalistas que han hecho de China la segunda potencia económica.
Los controles constriñen la vida de los ciudadanos en países como Venezuela y Cuba y el dominio de la economía por sus gobiernos las achican provocando brutales escaseces y alzas de precio que hacen allí la vida insufrible. La experiencia china no les ha servido de nada. Cuando Deng reconoció que una teoría lanzada a mediados del siglo XIX no podía tener respuestas a los problemas de la China de finales del siglo XX, el entierro del marxismo permitió a esa gran nación de cientos de millones de habitantes dar el salto cualitativo que Mao intentó sin éxito en medio de un charco de sangre haciendo más pobre a China. Hay más millonarios hoy en el país asiático que en cualquiera del Primer Mundo, incluyendo Estados Unidos.
La tozudez de los tiranos cubanos les ha impedido a sus ciudadanos alcanzar un nivel de bienestar material aun después de 57 años de revolución, permitiéndosele apenas instalar un ventorrillo o un pequeño salón de belleza en hogares compartidos. La burguesía, todavía dicen, perpetúa la desigualdad, que ellos fomentan, como si se tratara de una clase. Víctor Hugo ya lo decía: “La burguesía no es más que la parte satisfecha del pueblo. El burgués es el hombre que ahora tiene tiempo de sentarse y una silla no es una casta”.
La guerra fría heló a quienes creyeron llegada la oportunidad para cambiar al hombre, consiguiendo hacerlo más pobre y triste. Es la realidad que se vive en el Tercer Mundo. La esperanza que murió con los Castro y los Chávez.