Por años he sostenido que cuando se alejan del buen decir, algunos ataques mediáticos suelen hacer más bien que el mal que se proponen. Y plantean también serios cuestionamientos sobre el medio que los acoge. Un diario no es el lugar ni la tecnología que se usa para imprimirlo, sino lo que sale a la calle, el contenido que lleva a sus lectores.
La existencia de todo medio en una sociedad democrática está sujeta al examen diario de sus lectores, plebiscitos permanentes que en algún momento influirán en el favor y la aceptación del público. La calidad del contenido es el rostro real de un medio y de aquellos que lo dirigen. Cuando un diario presta sus páginas a la calumnia y a la vulgaridad, pierde credibilidad y la admiración de sus lectores, por más que eso tarde en ocurrir. Sucede igual con las personas, los gobiernos y los partidos de oposición. Cuando estos se valen de terceros para intentar dañar reputaciones, sea en el plano político como en el personal, terminan pareciéndose a quienes usan para esas tareas. La mediocridad en sus peores modalidades suele buscar en los medios un refugio ideal. Y sabemos que la radio y la televisión se han convertido en sanedrines de quienes buscan fortuna y fama en la difamación y el improperio.
La tolerancia a la crítica seria es una obligación de todo gobierno y de la oposición que se presuman democráticos. Aun cuando los métodos de un gobierno sean o hayan sido seriamente cuestionados por sus opositores, siempre hay áreas reivindicables, capaces de defenderse por sí sola. Mucha gente respetable en distintas épocas ha endosado iniciativas oficiales, incluso su política global. Nada de pecaminoso tiene que en el marco de un debate serio, con argumentaciones válidas, que permitan una discusión enriquecedora, esos endosos se den. Algunos se creen que la vulgaridad mediática ofende, cuando es apenas un espejo que refleja el rostro de quien se vale de ella.