La designación del Teatro Nacional con el nombre del gran barítono Eduardo Brito es una muestra de la falta de discusión que antecede a las grandes decisiones en aquellas áreas en que la pasión y el fanatismo lo dominan todo. No se trata de menospreciar la calidad artística de Brito, quien sin duda fue un gran cantante, pero no necesariamente el mejor que hemos tenido en el ámbito de la lírica.
De acuerdo con la carrera que ha llevado, entre los más destacados podría mencionarse a Francisco Chaín, cuyo nombre artístico es Francisco Casanova, pero este tenor, según creo, sigue activo, aunque no tengamos a mano un historial reciente de su carrera. El teatro no ha figurado en su itinerario anual de conciertos y presentaciones, razón por la cual son relativamente muy pocos sus compatriotas que han disfrutado del privilegio de escucharle. A pesar de que su voz, de muy bello timbre, no se presta a muchos roles, a lo que él ha sabido ajustarse, su Rachel, la apasionante aria de “La Juive” de Haley, bastaría para calificarlo en el momento más alto de su carrera como uno de los grandes de un mundo de la lírica cada vez más competitivo y exigente.
Pero valía la pena considerar a otros dos grandes tenores dominicanos: Rafael Sánchez Cestero y Napoleón Dihmes, que dejaron memorables recuerdos por sus exitosas presentaciones como solistas en famosos teatros del exterior, como el Carnegie Hall, con fragmentos de óperas tan populares como La Traviata, Aida y Rigoletto, de Verdi, y algunas de las más conocidas de Puccini. De Sánchez Cestero, el tenor venezolano Carlos Almenar Otero comparó su voz con las de los grandes colosos del bel canto y la grabación conocida del Turiddu de Dihmes es comparable con algunos de los mejores intérpretes de “Cavallería Rusticana” de su tiempo. Sus nombres debieron ser considerados también, a pesar de que, en mi humilde opinión, con el nombre de Teatro Nacional sería suficiente.