En la madrugada del 6 de marzo de 1953 Radio Moscú y la agencia oficial de noticias TASS emitieron un lacónico comunicado firmado por el Comité Central del Partido Comunista, el Soviet de Ministros y el Presidium del Soviet Supremo: “El corazón de Stalin, el camarada e inspirado seguidor de la voluntad de Lenin, el sabio líder y maestro del Partido Comunista y del pueblo soviético, ha dejado de latir. El inmortal nombre de Stalin vivirá eternamente en el corazón del pueblo soviético y de toda la humanidad progresista”.José Vissarionovich Dzhugasvilli, Stalin, nacido en la pequeña localidad de Gori, Georgia, el 21 de diciembre de 1879, murió el 5 de marzo, cuatro días después de haber caído gravemente enfermo, decía el informe oficial. Concluían así tres décadas de terror, hambre y opresión sin paralelo en la Unión Soviética. Pero en realidad, según investigaciones, el “sabio” e idolatrado líder comunista pudo haber sido envenenado, tal como él mismo había hecho con tantos dirigentes, incluyendo a Lenin, Kalenin y su propia segunda esposa Nadiezha.
A pesar del escueto comunicado oficial y la pesadumbre que en apariencia su muerte causó en las altas esferas del Kremlin, Stalin fue en realidad víctima de los procedimientos de terror e intriga que él había implantado.
En su interesante libro “La vida privada de Stalin”, los escritores Jack Fishman, inglés, y J. Bernard Hutton, nacido en Checoslovaquia y testigo de muchos de los episodios tenebrosos vividos en Moscú durante el negro período de las purgas estalinistas de los años 30, ofrecen una magnífica versión de la forma en que Stalin habría sido envenenado por sus colaboradores más íntimos y antiguos.
A comienzos del 1952, Stalin hizo que el Soviet Supremo publicara un decreto reimplantando la pena de muerte en caso de traición, espionaje y sabotaje contra el Estado. La medida puso nuevamente al dictador y a su lugarteniente y jefe de la policía secreta, el terrible Laurenti Beria, en disposición de recurrir al expediente de las ejecuciones y deportaciones en masa, en caso de una conspiración. Como en años atrás un escalofrío estremeció toda la estructura del poder soviético.
Para entonces, las diferencias entre Stalin y Molotov, segundo en la jerarquía del partido y el gobierno, estaban llegando a un punto crítico y el georgiano temía a un golpe que pudiera no sólo sacarle del Kremlin sino costarle la vida. Más que nadie, Stalin sabía que los falsos juicios, las ejecuciones y los envenenamientos de cientos de miles de antiguas figuras del Ejército y el partido, en el transcurso de los 20 años anteriores, habían germinado el odio y la desconfianza en su cada vez más estrecho círculo íntimo. Amparado en el reciente decreto que imponía la pena de muerte, Stalin se sintió motivado a emprender una nueva purga, a fin de distraer la atención de los problemas internos que amenazaban la estabilidad de su régimen de hierro.
El objetivo fue dirigido contra la población judía y en el invierno de 1952-53 alcanzó una furia increíble. Fue entonces, cuando surgió la idea del “Complot de los Doctores”. Stalin y Beria acusaron a nueve médicos, seis de los cuales eran de origen judío, de haber causado la muerte de destacadas figuras del partido años antes. Estados Unidos y Gran Bretaña fueron acusados de instigar la conspiración tildándose de paso a los médicos de ser agentes de ambas potencias.
Esta vez Stalin había calculado mal las consecuencias y el juicio y las ejecuciones y deportaciones masivas que siguieron al mismo repercutieron negativamente sobre el Kremlin. Estados Unidos y Gran Bretaña negaron los cargos y advirtieron que se trataba de un nuevo ángulo de la campaña antisemita de Moscú.
Para la misma época, se habían profundizado las diferencias entre la Unión Soviética y Yugoslavia. Tito y Molotov habían intercambiado serias acusaciones de genocidio y una atmósfera de inseguridad internacional se apoderaba del Kremlin.
Fishman y Hutton afirman en su libro que a esto “siguió una nueva ola de antisemitismo dirigida contra todos aquellos judíos que consiguieron librarse de la deportación al extremo oriente soviético. Los desafueros más sangrientos tuvieron lugar en Ucrania, foco histórico del antisemitismo, si bien por todo el país se procedió a localizar y asesinar a los elementos judíos”.
Ni los familiares de los favoritos del dictador se salvaron esta vez. Los autores del libro dicen que el jefe de la agencia TASS, Pulgonov fue detenido y la esposa de Molotov “que igual que su esposo era judía”, desapareció lo mismo que una larga lista de destacados dirigentes, escritores, músicos y artistas.
En medio de ese ambiente, tuvo lugar una histórica y ultra secreta reunión del Presidium que cambiaría el curso de la historia en la Unión Soviética. El primero de marzo de 1953, en la oficina privada de Stalin, Lazar Kaganovich, hermano de Rosa, la desaparecida tercera esposa del dictador, pidió que amainara la represión y se designara una comisión responsable de estudiar el caso de los médicos. Con el respaldo de otros dirigentes del círculo íntimo, Kaganovich exigió a Stalin que se pusiera término a la matanza y deportación de judíos.
Fishman y Hutton describen así los detalles de esa reunión:
“Cuando los miembros del Presidium, a excepción de Beria el amigo de Stalin, y Kruschev, aprobaron unánimemente las propuestas de Kaganovich, Stalin explotó, presa de furia. – Si no salimos de tu oficina en el plazo de media hora el Ejército Rojo ocupará el Kremlin – , se mofó Kaganovich. Para aplacar la creciente tensión, Beria admitió ahora que él no veía objeción alguna para que una comisión especial considerase el caso de los doctores. Stalin empezó a gritar con el rostro encarnado por la ira. Kaganovich se le puso delante mostrando el carnet del miembro del partido. “- Mira, mira lo que hago con esto – gritó al tiempo que lo hacía pedazos y los arrojaba a la cara de Stalin.
“Stalin hizo ademán de tocar el timbre para avisar a su guardia pero fue empujado violentamente hacia un lado. Nunca estuvo claro si fue Kaganovich, Mikoyan o Molotov quien le empujó, por ser los que estaban más cerca de él, pero Stalin, de un modo u otro, perdió el equilibrio y cayó al suelo, golpeándose la cabeza contra la mesa. Durante unos segundos, los jefes del partido miraron aterrados a su dueño, que yacía encogido profiriendo gemidos. Su amigo Beria trató de consolarlo y Molotov se apresuró a traer brandy del armario, que acercó a los labios de Stalin. Este lo bebió automáticamente”. Stalin se había dado cuenta de que el poder se le escapaba de las manos. Fishman y Hutton aseguran que el golpe sufrido no fue en realidad de cuidado. Pero al dictador le preocupaba el hecho de que no sólo se le hubieran rebelado sus más íntimos colaboradores y amigos sino que el propio Beria se hubiera puesto, en un momento de indecisión, al lado de sus adversarios. El final estaba demasiado cerca.
El libro continúa de esta forma el fantástico relato: “Stalin seguía sentado sobre la silla, gimiendo. Cuando oyó decir a Beria que iba a buscar un médico, levantó la mirada y exclamó:“ – Etot nienda (No es necesario). Pidió a todos los presentes que se marcharan, excepto Beria y Malenkov. Al ir recobrando su compostura, preguntó: “-¿Quién me dio el brandy que bebí sin pensar? “-Vischeslav Mijalovich – contestó Beria, que había visto a Molotov dirigirse al armario y dar la bebida al semiinconsciente Stalin.“Dame el vaso – requirió Stalin -. Pronto, es esencial. El vaso ya no estaba allí. “-Ahora, escuchadme con atención – dijo tranquilamente Stalin mientras se dejaba caer hacia atrás contra el respaldo de la silla y apoyaba las puntas de los dedos sobre el tablero de la mesa – . Probablemente sea esta la última vez que hablo con vosotros. Me quedan cuatro horas de vida o quizás dos días. Eso depende del veneno que me hayan dado.“ – ¿Cómo puedes estar tan seguro de ello” – preguntó Beria.
“ – La desaparición del vaso es la mejor prueba – contestó Stalin – . Si no le hubieran echado veneno, estaría por ahí cerca.“ – Debemos traer un médico inmediatamente – añadió Malenkov.“ – Nadie puede hacer ya nada por mí. El veneno se ha posesionado ya de mi organismo. No malgastemos el valioso tiempo discutiendo algo que no puede ser cambiado – continuó Stalin”.
José Vissarionovich murió cuatro días después. Y en los minutos siguientes a la salida de los conspiradores pudo expresar a Beria y Malenkov lo que quedó a la posteridad como su testamento político. Stalin, según Fishman y Hutton, admitió que Molotov era entre los líderes del Kremlin el más capacitado e inteligente.
“Pero jamás debe convertirse en líder de nuestro pueblo – aconsejó Stalin, de acuerdo con los autores – . No porque no sea del agrado de la gente y esta no le fuera a seguir como me ha seguido a mí sino porque es el hombre más peligroso que jamás tuvo nuestro país. De todas formas hay que encontrar el modo de sacar el mayor partido de su cerebro y sus cualidades. Pero no debe ocupar nunca la máxima jerarquía”.
Malenkov le sucedió como jefe del gobierno aunque Stalin le aconsejó dejara de beber “pues de lo contrario descenderás al nivel de Bulganin y Kruschev, y gradualmente te irás convirtiendo en un instrumento sin voluntad en manos de Molotov”.
La verdad oficial sobre las circunstancias que rodearon la muerte de Stalin jamás ha sido contada. Fishman y Hutton aseguran, sin embargo, que su versión está avalada por testimonios de protagonistas de aquel episodio sensacional de la historia moderna y por un memorando, que en aquellas horas de temor Beria hizo llegar a los colaboradores de confianza de los partidos comunistas de otros países del Este de Europa con instrucciones de abrirse sólo después de su muerte. Ese memorando circuló clandestina pero profusamente luego de que Kruschev, ya en control de la maquinaria del partido y el gobierno, hiciera matar a Beria en una reunión del Presidium convocada con el aparente propósito de analizar la situación militar. Beria tuvo una muerte muy similar a la de su amo. Asediado en la reunión del Presidium el jefe de la policía secreta fue virtualmente despojado por el propio Kruschev de una pistola mientras Malenkov apretaba con el pie un timbre para hacer entrar a un general que inmediatamente disparó contra Beria.
Para entonces, Beria era el único a quien estaba permitido llevar armas en el Kremlin. Sus agentes controlaban cada uno de los pasos de los demás dirigentes que de hecho eran virtuales prisioneros en las amuralladas y milenarias paredes del Kremlin. La ametralladora “Tommy” con la que se le disparó, había sido introducida clandestinamente días antes por lo que de ahí pasaron a ser los nuevos amos absolutos de la Unión Soviética.