Las cárceles dominicanas son más que un desastre, un relajo. Los últimos hechos demuestran que los presos las controlan, y que además los quieren presentar como santos encarcelados indebidamente. Grupos de Derechos Humanos, derechos sólo para los victimarios, y doñas de muy buena voluntad, sólo para los victimarios, han creado una especie de manto sagrado para quienes delinquen; pero ponen en total olvido a las víctimas.
Que a un familiar de un asesinado o violada alguien le llame para que “colabore” con alguna institución, religiosa o no, a favor de presos, es tan ofensivo como el hecho mismo por el cual están encarcelados. Un sentimiento de culpa original lleva a hacer asociaciones de ayudas a presos, ahora eufemísticamente llamados “internos”. Sólo se reclama garantías de igualdad, legalidad y dignidad para el delincuente.
Igual de ofensivo es ver que se celebra que unos presos se enamoraron en prisión y hasta se les ofrece la catedral para casarse. El trauma de por vida de la niña que violó frente a sus padres no será recordado más que por sus familiares, y quizás por el delincuente cuando celebra su hazaña entre sus iguales. A los “reinsertados” lo convierten en éxito mediático porque estudiaron Digitación, Derecho o Repostería en la cárcel, mientras sus víctimas no terminaban de podrirse en el cementerio.
La reducción de la pena es una más de las tantas aberraciones de los nuevos conceptos del derecho penitenciario, legitimadas por un poder legislativo que crea jueces de la pena para reducir la condena al victimario, como si la víctima sólo sufrió una parte de los daños, o como si solamente la hubiesen matado la mitad. Son tonterías que demuestran lo absurdo de políticas criminales hechas copiando códigos extranjeros sin éxitos, que al final lo que alimentan es la reincidencia.
Todo por la búsqueda de un discurso políticamente correcto, que es el caballo de Troya en el alarmante estado actual de reformas de los códigos. La reducción de la pena es una figura antijurídica, pues volver sobre lo mismo, para reducir la pena, es violentar el “non bis in ídem” tan cacareado en las escuelas de Derecho. Se vuelve a batir la porquería con ventaja para el delincuente, porque los ánimos se habrán aplacados, o los familiares no quieren sufrir otra vez el calvario de revisar el caso para beneficiar al delincuente condenado, ahora no por sus hechos, si no por su supuesta buena conducta en la cárcel; violentando así la función del derecho penitenciario, que es la de que paguen por los hechos y aislar de la sociedad a delincuentes probados y condenados en últimas instancias o lo que debió ser última instancia.