El pasado 15 de mayo celebramos nuevamente elecciones, las cuales estuvieron marcadas por dos reformas constitucionales: la de 2010 que eliminó la separación de la celebración de las elecciones presidenciales de las congresuales y municipales, y la de 2015, que nuevamente reintrodujo la posibilidad de reelección para el presidente en funciones.
La maquinaria gubernamental no solo tenía como objetivo conseguir la reelección, cosa que tenía bastante garantizada gracias a una estrategia de debilitamiento de la oposición, sino obtenerla con un porcentaje superior a los alcanzados por los demás presidentes de ese partido y que mediante el arrastre se asegurara que el presidente reelecto tuviera “su congreso”.
Esta campaña, al igual que muchas anteriores, fue totalmente inequitativa, con una aplastante presencia de los candidatos del partido oficial que invadieron prácticamente todos los espacios desde mucho antes de que la misma hubiese iniciado oficialmente.
La Junta Central Electoral (JCE) por la forma en que fue elegida y la manera en que ha conducido la misma su actual presidente, dista mucho de ser un órgano abierto, transparente, imparcial y democrático y, el Tribunal Superior Electoral creado por la Constitución de 2010, por el evidente control de sus miembros que ejerce el partido oficial, no ha representado una instancia imparcial y justa para dirimir los conflictos electorales.
En medio de este panorama se celebraron las elecciones matizadas por el hecho de la decisión de automatización del cómputo electoral, la que se denunciaba no había contado con los niveles de planificación, verificación y transparencia necesarios.
Y es que la modernidad no depende únicamente de adquirir avanzados equipos sino de que al mismo tiempo exista el personal debidamente entrenado para utilizarlos así como la logística que asegure su debida implementación, lo que indiscutiblemente falló.
El informe de la Misión de Observación de la OEA que estuvo liderada por el expresidente Andrés Pastrana, expone claramente esta realidad y realiza un significativo aporte al país llamando nuestra atención sobre la impostergable reforma estructural profunda al marco legal electoral.
Participación Ciudadana nuevamente realizó un trabajo encomiable que constituye una auditoría del proceso que debe servir de aprendizaje a la JCE, cuyo presidente mantuvo una actitud cerrada frente a inquietudes de los partidos de oposición sobre la implementación del conteo electrónico que resultaron ser ciertas, pues para citar solo algunas cifras en los colegios electorales: hubo un 59.6% de anomalías con los equipos, faltó en 29.3% el dispositivo de registro de concurrentes, en el 30.7% hubo problemas en el escaneo y en el 30.9% en la transmisión de la votación.
El próximo 16 de agosto vencerá el mandato de las autoridades electorales por lo que debemos trabajar desde ya para que su elección no responda al interés político del partido gobernante, sino al interés de la Nación de tener unas autoridades que garanticen no solo la imparcialidad y confiabilidad indispensables, sino la capacidad de gestión y de trabajo en equipo, mitigando la perniciosa centralización que se ha producido en la presidencia de la JCE.
No podemos permitir que lleguen otras elecciones sin que tengamos una adecuada ley de partidos políticos que asegure la democracia interna de los mismos y sin una modificación de la ley electoral que entre otras cosas desmonte la inequitativa repartición de los recursos entre partidos con más de un 5% de votación, controle su uso y limite los financiamientos privados, el período de las campañas y el gasto durante las mismas. Lograr que esto suceda será lo único que ayudará a aliviar la profunda resaca que ha dejado en esta sociedad el astronómico costo de este proceso electoral y sus pobres resultados.