Es difícil sobreestimar el rol de la innovación en el crecimiento económico de largo plazo y en el bienestar de la población. Frecuentemente se asume que la inversión y el aumento de la población que trabaja son las únicas fuentes de crecimiento, pero el aumento de la productividad, es decir, el aumento de la producción por persona, es una de las fuentes más robustas de expansión económica. A su vez, una parte muy importante del crecimiento de la productividad se debe al cambio tecnológico, es decir, a la incorporación de nuevos conocimientos a los procesos de producción y a la adaptación tecnológica.
Desafortunadamente, con mucha frecuencia en los países en desarrollo se tiende a subestimar el impacto económico de la innovación. Los gobiernos se preocupan demasiado por incentivar la inversión buscando garantizar la rentabilidad de las empresas, y muy poco por promover el avance tecnológico de éstas. Eso hace que las políticas de fomento del cambio tecnológico sean débiles.
El resultado es que la productividad en estos países tiende a crecer menos que en los más desarrollados, y se van quedando rezagados en el escalamiento tecnológico. Por ejemplo, según datos del BID mientras en 1960 la brecha de productividad entre un país típico de América Latina y Estados Unidos era de 27%, en 2010 era de 48%. En contraste, en un país típico entre los tigres asiáticos, mientras en 1960 la brecha era de 51%, en 2010 era de sólo 33%.
La falta de atención a la innovación y el cambio tecnológico en los países en desarrollo en parte se debe, y resulta a la vez, del hecho de que en ellos no es donde se genera el grueso de los nuevos conocimientos científicos y técnicos porque sus gobiernos y empresas invierten poco en investigación y desarrollo. En promedio en los países de la OCDE, que agrupa a las economías de mayor nivel de ingreso en el mundo, el gasto en investigación y desarrollo alcanza casi el equivalente al 2.5% del PIB, y en países como Corea del Sur, Finlandia e Israel entre 3.7% y 4.3% del PIB. En contraste, en América Latina no llega al 0.9% del PIB.
De allí se asume equivocadamente que poco se puede hacer en esta materia, que es imposible cerrar la brecha de innovación respecto a los países de mayor ingreso, y que lo que queda es sólo adquirir lo que otros inventan. Esto se basa en una idea estrecha de lo que es innovación, que la reduce a la aplicación del conocimiento que se genera en la frontera científica y que menosprecia la importancia de la adaptación exitosa en contextos específicos y la innovación en el margen.
Por otra parte, muchas empresas en los países en desarrollo tienden adquirir maquinaria, equipo y paquetes tecnológicos “cerrados”, lo que significa que tienen una limitada capacidad de difundirse entre empresas y sectores. Además, las empresas no siempre hacen esfuerzos para adaptarlas y aprender más allá de lo mínimamente necesario para sacarle provecho inmediato. Eso hace que el cambio tecnológico sea lento y de base muy estrecha.
Por último, los países en desarrollo tienden a ser incorporadores tardíos del cambio tecnológico. Eso significa que sus empresas incorporan el progreso técnico a sus procesos productivos después que lo han hecho empresas en otros países, especialmente en los de mayor ingreso. Aunque esto implica costos más reducidos y la adopción de tecnologías probadas, se retrasa el crecimiento oportuno de la productividad y la competitividad.
Dotarse de políticas que contribuyan a crear entornos favorables a la innovación, y la oportuna adaptación y difusión tecnológica es un reto ineludible. Pero las políticas exitosas en este ámbito no son obvias ni sencillas.
Primero, hay que pensar en qué es lo que el mercado no hace que la política puede hacer, y hacerlo bien. Segundo, la colaboración entre el Estado, el sector privado y la academia es imprescindible. Pero esa es una relación que hay que construir.
Tercero, hay que resolver el dilema entre proteger y diseminar. Proteger a quienes innovan de la copia indebida incentiva la innovación, pero a la vez restringe su difusión y limita los beneficios sociales. Por último, la promoción de la innovación por parte del Estado debe privilegiar aquellas que generen externalidades y beneficien a muchos.
Parafraseando al BID, invertir puede ser muy rentable. Pero hay que hacerlo bien.