El desconsolador panorama descrito por el Episcopado en muchas de sus pastorales en ocasión de efemérides patrias no es de la exclusiva paternidad del ámbito político. Admitamos con pesar que se da también, con idéntica intensidad, en un amplio sector de los medios electrónicos, especialmente en la radio, con diarias exhibiciones de vulgaridad e insolencia que estremecen, sin ninguna consecuencia y con la innegable aceptación de una buena parte del país que ha hecho de esa práctica un estilo exitoso de periodismo.
Todos los límites se han violado y ninguna reputación, por bien ganada que haya sido, empresarial, personal o política, está al resguardo de esos desenfrenos. Lo que suele escucharse en algunos medios, especialmente en días recientes en relación con la campaña electoral, es espantoso y dice el espeluznante nivel de pobreza moral al que se ha descendido, con las más diversas formas de chantaje, para atraer ganancias, audiencia y publicidad.
Lo peor es que este tipo de periodismo ha creado una escuela, a la que se adhieren cada día decenas de jóvenes hambrientos de fama y fortuna, con la complicidad de ambiciosos propietarios de medios sin sentido de urbanidad en la errónea creencia de que con eso le prestan un servicio al país o a la comunidad donde operan. La prensa en sentido general no está exenta de responsabilidad por este insólito desafío a la decencia y a las normas elementales del buen periodismo, porque se hace de la vista gorda ante estos desafueros, permitiendo así que buena parte del país desconfíe de su capacidad para cumplir con la labor de vigilia de los derechos humanos y de la moral pública que se espera de ella. Ni lo están tampoco aquellos publicistas y anunciantes que comprometen su prestigio profesional y sus marcas respaldando cosas que atentan contra la moral pública. Y lo hacen por miedo a que se les ataque y difame, lo que es aún más terrible.