La reforma que restablece el principio de la reelección consecutiva, por una sola vez, constituye un aporte importante a la institucionalización democrática del país porque limita el ejercicio del poder a sólo dos mandatos y en eso estoy de acuerdo con el criterio del presidente Danilo Medina. El hecho es que la Carta Magna no prohibía la reelección. Lo que realmente impedía a un presidente en ejercicio era presentarse como candidato a un segundo mandato, sin un periodo de receso.
El modelo de reelección indefinida, consagrada en ese texto, promovía la prolongación de los liderazgos individuales sin más límites que la muerte, a mi juicio la más terrible amenaza a la vida institucional de la nación. A despecho del contexto y de los manejos políticos que pudieran haberse dado para su aprobación, esta reforma no beneficia únicamente al presidente de la República, quien sin duda será el candidato del partido del gobierno y sus aliados. Le es también provechosa para la oposición, pues el hecho de que el jefe del Estado pueda ser candidato no significa necesariamente que ganará las elecciones.
El sistema anulado por la reforma constitucional solo daba en realidad dos años de presidencia efectiva a un mandatario, pues el primero de los cuatro años se va en el desmonte de la herencia del anterior, casi siempre negativa, y el último desmontando la suya, para evitar problemas con el sucesor. El nuevo sistema, por el contrario, obliga a un presidente con conciencia de sus obligaciones con la nación, a actuar conforme a principios éticos y ceñido a la ley, porque no tendrá regreso. La reforma ha sido satanizada, olvidándonos que todas las anteriores tuvieron el mismo propósito, especialmente la del 2010, diseñada para perpetuar un liderazgo renuente a aceptar que los ciclos, en política como en la vida, un día concluyen. La virtud de esta reforma trasciende la posible reelección del Presidente.