Desde que Theodore Herzl concibió el renacimiento del sentimiento nacional del pueblo judío al través de la creación de un Estado en la tierra de sus antepasados, el Sionismo ha jugado un papel trascendental en la vida del pueblo que puso fin en 1948 a más de 2,000 años de dispersión.
Contrario al significado peyorativo que pretende dársele, el Sionismo describe el movimiento nacional de liberación del pueblo judío y es de las pocas revoluciones que ha cumplido parte sustancial de sus objetivos nacionales. Hablar pues de Israel y Sionismo como dos conceptos disímiles es inconcebible, por lo menos para los judíos.
Además, el movimiento sionista fue inspirado y nutrido siempre de las ideas más avanzadas. Los judíos fueron asesinados en los campos de concentración, en los sangrientos y oscuros pogroms de la Rusia zarista y la Polonia católica de finales del siglo XIX y comienzos del siguiente.
Tuvieron que despojarse de sus bienes para comprar el derecho a una vida miserable y en la sombra. Tenían que empaquetar sus pertenencias una vez llegado a un lugar para estar prestos para un nuevo exilio. Pero jamás el Fascismo y otros movimientos retardatarios se alimentaron de la ayuda y la inteligencia judías. No hay un solo caso en la historia que pruebe lo contrario.
Los primeros inmigrantes judíos en Palestina, principalmente los de la segunda “aliá” de comienzos del siglo pasado, estaban impregnados de las ideas revolucionarias y renovadoras de la fracasada revolución rusa de 1905. Los que llegaron más tarde a la “tierra prometida” habían sido también marxistas y bolcheviques.
Ellos avivaron el fuego de la redención sionista e inyectaron a la lucha por la fundación del Estado judío la concepción de los bienes compartidos que derivó en la formación de las granjas “kitbutz” y los “mosavh”, que ninguna otra revolución, ni la soviética, mejicana o cubana, lograron implantar después. l