Gastar en lo importante y gastar bien, es decir, eficientemente y minimizando desperdicios, es probablemente el primer y más importante objetivo de un diálogo que establezca las bases para una nueva fiscalidad. Hay al menos dos razones para ello. La primera es que urge hacer lo más que podamos con lo que tenemos. Eso nos permite saber cuánto más necesitaríamos para lograr lo que queremos del Estado. La segunda es que esto otorgaría el grado de legitimidad que necesita el Estado para sostener e incrementar las contribuciones tributarias necesarias, a fin de hacer lo que no se puede lograr con los recursos disponibles. Mientras se continúe percibiendo que los recursos públicos son malgastados o son ilegítimamente apropiados, no sólo será muy difícil comprometer a la sociedad a aportar más recursos sino incluso mantener el ya precario nivel de cumplimiento tributario actual.
Dicho esto, es necesario insistir una vez más que, sin una adecuada provisión de bienes públicos, y por lo tanto de una suficiente financiación pública, no será posible alcanzar razonables niveles de bienestar porque uno de los déficits más fuertes que enfrenta el crecimiento de la producción, de la inversión y de la productividad, y la reducción de las privaciones humanas es la falta de bienes públicos. El dinero público adecuadamente gastado en la provisión de bienes públicos de calidad tiene un enorme poder para promover el bienestar colectivo, un poder que no tiene el dinero en manos privadas dirigido a comprar bienes privados, porque muchos problemas no tienen otra forma de resolverse que no sea colectivamente, a través del Estado (sea nacional o local) o de otras instancias colectivas. La infraestructura económica básica, los servicios de justicia y seguridad pública, la protección de los recursos naturales, la educación y la salud pública son algunos de ellos.
Eso no significa que elevar la financiación pública automáticamente garantiza desarrollo. Si incrementar las recaudaciones se hace a través de figuras impositivas que elevan mucho el costo de producir, reducen mucho la eficiencia económica o desestimulan en demasía la inversión, los potenciales efectos positivos de una mayor provisión de infraestructura, educación o salud se verán mermados. Si lo hacen a través de impuestos al consumo que carguen mucho a los hogares pobres, parte de los potenciales beneficios que esa población pueda recibir como resultado de la ampliación y mejora de los servicios sociales y el incremento del empleo, serían reducidos.
Tampoco se trata de incrementar la presión tributaria de golpe y porrazo, sino a través de procesos graduales que permitan que al tiempo que las capacidades productivas crezcan y se vayan desarrollando transformaciones deseables en la producción, la inversión, los empleos y los servicios públicos, se vaya incrementando la capacidad del Estado de financiar estos últimos. La idea de que las cargas tributarias bajas son más propicias para el desarrollo y el crecimiento parecen descansar más en un precepto ideológico que en evidencia empírica, y choca con la noción del rol crítico de los bienes públicos para el proceso de cambio.
Frente a esto, es menester preguntarse cuál va a ser la postura de los diversos actores clave en una discusión al respecto. Además de establecer objetivos económicos y sociales deseables y medibles, la Estrategia Nacional de Desarrollo plantea metas concretas de incremento de la presión tributaria para financiar adecuadamente los servicios públicos que den apoyo a ese esfuerzo.
¿Cuál va a ser la postura del partido de gobierno al respecto? A lo largo de los últimos años, algunos voceros han insistido en la necesidad de incrementar la presión tributaria. Pero, ¿se trata de una posición seria que reconoce verdaderamente la necesidad de fortalecer el gasto social, aumentar la inversión pública y reducir la demanda de financiamiento, o lo que busca es simplemente dar municiones que ayuden al gobierno a salir del ahogamiento fiscal que en buena medida ha sido el resultado de su propio accionar? Si es lo primero, entonces deberían convenir en la necesidad y participar de un proceso de revisión exhaustiva del gasto público para reducir el gasto improductivo e ilegítimo, mejorar sustancialmente la dirección del gasto, y robustecer los mecanismos de control y supervisión. Eso pasaría por desandar el camino andado en el que se ha utilizado el gasto público para sostener una amplia clientela política y alimentar financieramente proyectos políticos. A decir verdad, han tenido amplias oportunidades para demostrarlo, y los resultados han sido decepcionantes.
¿Cuál va a ser la postura de la oposición política? Algunos de sus voceros han dicho que lo primero que hay que discutir es la calidad del gasto público para racionalizarlo, y que sólo con eso se liberaría un importante monto de recursos para destinarlos a la inversión social. El argumento es sensato, pero ¿se trata ésta de una postura honesta que reconoce que será necesario un esfuerzo fiscal mayor que ese, lo que amerita una discusión sobre el sistema impositivo para fortalecer las recaudaciones, o es una más bien obstruccionista que, sabiendo de las resistencias políticas que habrá para sanear el gasto público y buscando ganancias políticas espurias y de corto plazo, apuesta al fracaso de un proceso de diálogo y construcción de consensos para una nueva fiscalidad? Demostrar que no es lo segundo requiere que no se atrincheren en el tema de gasto y participen sin temores en una discusión sobre los impuestos y las recaudaciones.
¿Y la cúpula del sector empresarial? ¿Aceptará que, junto al saneamiento del gasto público, es necesario fortalecer las capacidades recaudatorias del Estado o terminará abrazando la apuesta por reducir al Estado y con ello sus capacidades para ofrecer bienes públicos? Si fuese lo primero, ¿querrá que sean los pobres que carguen con el grueso del costo fiscal a través de más impuestos sobre el consumo o aceptará y apoyará que se ponga mucho más énfasis en los impuestos sobre los ingresos y el patrimonio? Si fuese lo segundo, ¿estarán realmente conscientes de los graves obstáculos que eso implica para promover la producción, la productividad y la competitividad, y para mejorar el clima de negocios y la seguridad jurídica?
¿Cuál va a ser la postura de los movimientos y organizaciones sociales y del sector sindical? ¿Van a limitarse a insistir sobre los temas de gasto y a resistirse a la posibilidad de discutir cambios en los impuestos sobre el consumo como el ITBIS, o estarán dispuestos a discutir que éstos podrían jugar un rol complementario en el fortalecimiento del fisco? Financiar adecuadamente los servicios sociales y la inversión pública, alcanzar resultados verificables, y lograr la sostenibilidad a las finanzas del Estado son objetivos demasiado importantes como para no estar dispuestos a pactar.
Si de pactar se trata para construir un país donde quepamos todos, éstas son preguntas que merecen una reflexión por parte de cada uno de los actores.