Una de nuestras grandes debilidades, que arrastramos del hogar y de la escuela, es la resistencia a hacer preguntas. El temor a un “¡Cállese muchacho!”, en la casa, y a una reprimenda del profesor, les cerró los labios a esta sociedad; una herencia que creció en el largo periodo de opresión del trujillismo, cuyo legado de autoritarismo está aún presente en muchas de las actividades en la esfera política, como en la empresarial, social, económica, artística y deportiva.
La tradición de permanecer callado incluso ante los más grandes enigmas de nuestro acontecer, ha mantenido en el más hermético de los secretos detalles importantísimos de nuestra historia pasada y reciente. Ignoramos, por ejemplo, el final de la vida del patricio Juan Pablo Duarte. Sabemos que murió en Venezuela rodeado de escasez y olvidado del reconocimiento de sus compatriotas. Pero no podemos asegurar cómo vivió esos años, de quienes se rodeó y si tuvo finalmente descendientes, como afirman sin prueba alguna muchos estudiosos venezolanos.
Tampoco sabemos en realidad la suerte corrida por Ventura Simó, el desertor que huyo al exilio llevándose un avión militar y que pilotó el DC3 que trajo al país los expedicionarios de junio. La falsa versión oficial habla de un accidente de aviación durante un homenaje a Trujillo, cuando en realidad fue víctima de las torturas, sin que sepamos dónde está sepultado. Igual sucede con los héroes del 30 de Mayo, asesinados por Ramfis y compinches, pero cuyos restos no han sido encontrados.
Cincuenta años después se presume que fueron arrojados al mar o enterrados en el fondo de una piscina en la residencia de un esbirro del régimen en Arroyo Hondo.
Dejamos morir a quienes tenían las respuestas. Ha sido el precio de permanecer callados, sin hacer las preguntas que la situación en cada momento impone, protegiendo así a aquellos que han usado el poder, y pretenden recuperarlo, para enriquecerse ilícitamente.