Los psicólogos destacan todo el tiempo el poder de nuestras expectativas. Lo que esperamos cambia la manera en que percibimos lo que experimentamos. Si creemos que algo va a ser bueno, será bueno. Y viceversa.
Tanto afectan las expectativas a nuestras vidas, que hay algunos enfermos que se curan después de tomar un placebo. Y pocos reconocerían a un violinista mediocre infiltrado en la orquesta del Carnegie Hall, o a una gloria de la música tocando en la acera.
Existe un experimento muy interesante al respecto: a un grupo de asiduos consumidores de cerveza se les dijo que se le había echado un poco de vinagre. A otro grupo, no se le informó. Los informados detestaron la cerveza y los no informados la encontraron igual de buena.
Es como si la percepción se estableciera de antemano en nuestro cerebro y nos nublara el entendimiento.
Los economistas toman muy en cuenta todo este asunto de “lo que la gente cree que va a ocurrir” en sus políticas y predicciones.
Saben, por ejemplo, que si todo el mundo piensa que el peso se va a devaluar, todos correrán a comprar dólares, provocando que efectivamente se devalúe. Entonces dirán: “teníamos razón, mira como se devaluó”.
De igual forma ocurre con las crisis bancarias. Si creemos que un banco va a quebrar, nos precipitamos a sacar nuestro dinero para no llegar de último y quedar enganchado. El banco no tiene cómo pagar a todos los ahorrantes, y en verdad quiebra. Ni la institución financiera más sólida sobrevive a una crisis de este tipo. Esto puede pasar aún si no hay nada que explique significativamente la devalución o la quiebra. Los economistas le ponen el nombre de “expectativas autocumplidas”.
De ahí la importancia que le dan a inspirar confianza y credibilidad. No sólo aconsejan a las autoridades que sean disciplinadas en sus políticas, sino que cuiden la imagen que proyectan y la forma en que dicen las cosas. ¡Y que hablen poco! No vaya a ser que la gente malinterprete discursitos estridentes o comentarios impulsivos, y el caos ocurra.