Con frecuencia me pregunto: ¿En qué medida está el país en capacidad de superar su elevado nivel de pobreza y qué fórmulas, dentro de parámetros democráticos, tienen los partidos y sus líderes para plantear solución a problema tan acuciante? La realidad es que, con todo y cuanto se ha avanzado en materia de desarrollo político, la democracia resulta todavía insustancial a un número elevado de la población. Esto hace que la mayoría se sienta poco ligada a su porvenir y menos entusiasmada con su supervivencia. Por eso, a pesar de los espejismos y la tendencia nacional al auto-engaño y la auto-sugestión, hay tan poca relativa militancia democrática real en este país.
Para aquellas legiones de hombres y mujeres que por décadas han carecido de trabajo, de seguridades económicas y sociales y, por tanto, imposibilitados de enviar a sus hijos a escuelas seguras y decentes, lo que para ser justo ha comenzado a cambiar, la democracia es una palabra hueca, vacía, sin sentido. No nos engañemos creyendo que es incierto porque caeríamos en el error imperdonable de perpetuar una situación a la que podríamos en cambio dar remedio a mediano o largos plazos. Hemos avanzado política y económicamente, sin haber atacado con éxito la pobreza.
La tarea fundamental de los líderes que creen en la democracia como un sistema viable capaz de garantizar el bienestar de la sociedad, debería ser la de encarar con decisión y energía los infernales grados de pobreza que corroen sus cimientos. Porque además esos niveles de pobreza constituyen una afrenta y una verdadera tragedia que ofende y llena de vergüenza a la República. La pregunta fundamental que la mayoría de nuestra dirigencia elude con carácter permanente es la siguiente: ¿Qué compromiso puede ligar a una persona con un sistema que no le protege socialmente?, y para la cual carece por el momento, como es evidente, de respuesta alguna.