El desencanto que sienten muchos ciudadanos respecto de la forma en que se hace política partidaria en nuestro país, lleva a algunos al extremo de decidir no ejercer el derecho al voto como manifestación de su descontento.Existen justificadas razones para ese sentimiento, basta con ver la caricatura de democracia que tenemos. Y es que la política en nuestro país lejos de ser un apostolado democrático que promueva los postulados en los que cada organización cree, se ha convertido en una actividad puramente mercantilista, en la que la corrupción, el clientelismo, el transfuguismo, el irrespeto a la ley, el abuso de poder imperan en desmedro de los intereses de la ciudadanía.
Esto sucede por un lado, porque nuestros gobiernos se han ocupado de mantener en la ignorancia a la mayoría de nuestra población que vive sumida en la pobreza sin acceso a los más elementales servicios así como de crear una cultura de dádivas, enseñando al pueblo a pedir en vez de a producir; y por el otro, porque buena parte de nuestras élites no ha entendido la necesidad de fortalecer nuestro estado de derecho ni de sentar las bases de una verdadera democracia, prefiriendo ser parte de la red de amiguismos que teje el poder.
La campaña para las próximas elecciones presidenciales ha sido tan larga que ha permitido exhibir actitudes pendulares, pues de haber iniciado extemporáneamente con intentos reeleccionistas del presidente Fernández a pesar del mandato constitucional que tuvieron que ser firmemente contestados, pasamos a los intentos de imponer un candidato amigable hasta la constitución de un híbrido entre el contendor interno del Presidente y su propia esposa; maridaje que aseguraba el total acceso a los recursos del Estado.
También en el litoral de la oposición, el famoso pacto de las corbatas azules que permitió la aprobación de la nueva Constitución y la lamentable reinserción de la reelección indefinida con períodos de alternancia, cambió las variables al abrir la posibilidad al expresidente Mejía, lo que ocasionó fisuras que aún no se han cerrado.
Si bien es cierto que hay miles de razones para sentirse frustrado, desencantado, decepcionado, hastiado, disgustado y desilusionado con respecto a la forma en que se ejerce el poder político en nuestro país y el comportamiento no solo de nuestras autoridades, sino de la mayoría del liderazgo político; existen mucho más razones para seguir creyendo en la democracia y en el ejercicio de los derechos ciudadanos que tanto han costado tener, como el derecho al voto.
Aunque el panorama no luzca esperanzador y no se avizoren reales cambios a pesar de los estribillos de campaña, debemos pensar que vale la pena expresar nuestra opinión en la única oportunidad en que cada ciudadano está invitado a darla no solo libre e igualitariamente, sino de forma que cuente.
Que no le quepa a nadie la menor duda de que a pesar de todo vale la pena votar y que debemos sentirnos complacidos de tener este derecho. Mucho peor fuera si no lo tuviéramos.