A pesar de los avances en derechos humanos y desarrollo político, el país no puede ser mostrado como ejemplo o modelo de justicia social. Con los años, los desequilibrios crecieron en la medida en que el desempleo agravó deteriorando la economía. Vivimos, además, un proceso de desnaturalización de las instituciones, las cuales continúan siendo débiles, incapaces de garantizar igualdad de oportunidades para todos.
La pobreza, presente en sus grados más extremos en amplias capas de población, tanto en las áreas urbanas como en las rurales, es una amenaza latente al orden social. En los últimos años hemos tenido señales de inconformidad que han degenerado en protestas callejeras que podrían conducir en el futuro a demostraciones violentas, que nadie aquí en su sano juicio desearía. A menos que el país sea capaz de reducir esos márgenes e incorporar a esa enorme cantidad de gente que vive en condiciones de marginalidad y pobreza, viviremos siempre bajo la amenaza latente de convulsiones sociales. Reducir esos márgenes no es solo tarea de un gobierno, sino de una alianza pública privada con una clara visión de las oportunidades y amenazas futuras.
Si a todo esto se une el deterioro del clima de seguridad, que pudiera llevar a la gente a añorar la presencia de una mano dura en el gobierno, tendríamos que admitir que podríamos llegar a una situación muy delicada, que urge de acciones correctivas en el área de la economía, la seguridad social y ciudadana. El país ha estado por años en el debate de reformas estructurales en diferentes áreas, como la educación y la economía, de las que pudieran depender no sólo el futuro la estabilidad de ambas, sino la confianza en que dominicanos y extranjeros tengan sobre la marcha misma de la nación. Pero la clase política archiva siempre la decisión.
Dejar la tarea sólo al gobierno sería el peor de los errores. Y mañana, si nos acostamos, sería ya tarde.