No hay impuesto que no genere reacciones, pero en sentido global a menos que tengamos un sistema impositivo justo, el país se estancará en su marcha hacia el futuro. En esta oportunidad, las primeras observaciones sobre el aumento del peaje han sido críticas como cabía esperar. Sin embargo, la medida tiene un fin social, si se la considera imprescindible al buen cuidado de las autopistas, carreteras, puentes y circunvalaciones, es decir a una moderna red vial que promueva un tránsito más seguro y fluido y, por consiguiente, una ampliación de la base del crecimiento de la economía y del desarrollo nacional.
El aumento está justificado por la inflación sufrida en los catorce años transcurridos desde la última subida a comienzos del 2002, durante la administración del presidente Hipólito Mejía y su efecto debe ser mínimo en los usuarios del sistema, sin que llegue, por ejemplo, al transporte público urbano. Los vehículos del concho y los taxis no prestan un servicio que los obligue a cruzar por las estaciones de peaje y en los excepcionales casos en que lo hagan el aumento no significará ninguna carga, la que podría agregarse al precio del transporte, lo cual tampoco sería oneroso para el cliente. En lo referente a la industria y el comercio tampoco debe haber impacto alguno, debido a que la modernización de la red vial implicará un ahorro en tiempo, combustible y seguridad superior al costo de las nuevas tarifas. El país está en la vecindad de una reforma fiscal y en toda circunstancia previsible eludirla será mucho más costosa que encararla con la seriedad y el espíritu de desprendimiento que ella demanda. Los impuestos sostienen las cargas financieras de una nación, como la salud, la educación, la construcción de la infraestructura, la burocracia estatal y los demás gastos del gobierno. Una reforma justa y realista fruto de un gran acuerdo nacional, nos hará una mejor República.