El sector privado tiene ante sí un reto trascendente. No me refiero tan sólo a los grupos de empresarios, unidos por una comunidad de intereses provenientes de negocios o empresas cuyo fin sea el lucro, legítimo en una sociedad de libre comercio.
Una de las grandes distorsiones del papel de la iniciativa privada en el desarrollo y manejo de la economía proviene, precisamente, de la propaganda negativa que restringe su definición a ámbitos tan estrechos y exclusivistas. Por el contrario, es un concepto mucho más amplio y generoso, que abarca todas las actividades individuales o de grupos producto de la libre decisión del ser humano, desde el vendedor ambulante que expende frutos del campo, hasta el próspero empresario que tiene en su nómina a más de 500 trabajadores, pasando por el artista que plasma en lienzos el fruto de su inspiración y vive de ello.
Hay una fuerte tendencia a favorecer un creciente papel del Estado, mayor del que ya tiene y ejerce, en los asuntos nacionales, de parte incluso de muchos sectores empresariales. Aplicadas al juego económico, estas doctrinas han resultado catastróficas. Nuestra historia debería bastar por sí sola como evidencia irrefutable.
La única posibilidad de evitar la repetición de traumáticas experiencias es ampliando las oportunidades de desarrollo y la capacidad de los individuos y grupos privados para impulsar la libre creación, en lo que el gobierno tiene un rol fundamental. Pero esto sólo podría emprenderse en un futuro al través de planteamientos doctrinarios que definan claramente el papel del sector privado, tarea esta que resulta muy difícil por la diversidad y lucha de intereses y la complicidad de los grupos de poder con los clanes políticos para impedir climas auténticos de libre competición.
A fin de cuentas, es muy bien sabido que el dinero no lo es todo. A lo que alguien contestó: “Es cierto, el amor es el otro dos por ciento”.