Los propulsores de la fórmula de evaluación histórica que intenta presentar la Era de Trujillo como buena, han tenido un éxito relativo. Nada más hay que ver cómo jóvenes sin la menor idea del terror imperante en esa etapa funesta de la República, se hacen eco de aquellas voces irresponsables que se atreven a señalar que entonces se estaba mejor que ahora. Peregrina afirmación basada en el desorden que ha caracterizado la vida nacional después de su muerte y que es herencia viva de aquel régimen de oprobio.
Existe la tendencia a valorar la tiranía de Trujillo única y principalmente sobre la base de sus realizaciones materiales. Estos parámetros de medición son inadecuados y no permiten un enjuiciamiento correcto de la fase que vivió el país entre 1930 y 1961. Anteponer a la libertad y al desarrollo social y económico, la construcción de unas cuantas carreteras y otras obras públicas por importantes que éstas hayan sido, o la edificación de hospitales y escuelas, mercados y locales del Partido Dominicano, es un absurdo intento de justificar la supresión de los derechos ciudadanos y las crueles formas de tortura y represión de aquella época. Los que así piensan se inscriben en la peor escuela del fatalismo político, la que renuncia totalmente a la libertad por entender que ella es incompatible con el desarrollo y el bienestar colectivo.
Otros sustentan esa idea movidos por un resorte del subconsciente que los ayuda a cargar el peso de la responsabilidad histórica que sus propias actuaciones del pasado arrojaron sobre sus hombros. En diferentes oportunidades se han debatido las causas de la caída de ese régimen. A mi juicio fueron muchas: el resultado de la propia degeneración del régimen, la degradación moral del tirano y el cansancio y hastío que el estancamiento social y la férrea represión fomentaron en la sociedad dominicana.