Escuché esta semana en la radio sobre un supuesto movimiento a favor de la olvidada propuesta de un diputado por San Cristóbal de crear un museo sobre la Era de Trujillo, el sangriento período en que ese pervertido nos gobernó con mano férrea desde 1930 a mayo de 1961. Según recuerdo, el legislador Leivin Guerrero, sin ninguna relación con el autor de esta columna, como en cualquiera otra fase de la vida nacional, hubo con Trujillo luces y sombras y ello, a su juicio, amerita que se le honre con un museo en su ciudad natal, la misma del diputado, oportunidad que se aprovecharía para traer sus restos sepultados en España.
Si bien es obvio que la idea tiene por objetivo promover el culto al tirano y con ello sus métodos de gobierno, confieso que me agrada la iniciativa. Un museo sobre Trujillo permitiría mostrar a las nuevas generaciones que no vivieron esa época nefasta, las crueldades y la corrupción predominantes entonces.
Para comenzar, daría la oportunidad de enjuiciar sus crímenes, condenar a los responsables de los mismos y censurar moralmente a aquellos que con su talento y sumisión hicieron posible esa enorme tragedia nacional, muchos de los cuales aún siguen vigentes y hacen política activa. Permitiría revivir las investigaciones sobre la suerte de muchos desaparecidos y encontrar las fosas donde otros fueron sepultados tras fallecer por efecto de las torturas más terribles. Y mostrar en sus paredes con nombres y apellidos la interminable lista de asesinatos y horrores cometidos durante ese período.
Obligaría, además, a rectificar el penoso atropello que a lo largo de los últimos años, después de su muerte, se ha cometido contra la nación al designar calles, inmuebles y plazas con nombres de gente cuyo único mérito, en el fondo, fue haberle servido sumisamente al tirano. Permitiría el sueño de reconstruir cárceles de torturas como La 40 y la del 9, para que el país no lo olvide jamás. l