Cualquier diccionario elemental define la mentira como “una declaración realizada por alguien que se cree o se sospecha que es falsa en todo o en parte, esperando que los oyentes le crean, ocultando siempre la realidad en forma parcial o total”. De acuerdo con la definición, una cierta oración puede ser una mentira si el interlocutor piensa que es falsa o que oculta parcialmente la verdad. En ese contexto, una mentira puede ser una falsedad genuina o una verdad selectiva, exagerar una verdad o incluso la verdad, si la intención es engañar o causar una acción en contra de los intereses del oyente.
Mentir es decir una mentira. A las personas que dicen una mentira, especialmente a aquellas que las expresan frecuentemente, se las califica como mentirosas. Mentir implica un engaño intencionado y consciente. Tiene como sinónimos: embuste, bola, calumnia, coba o falacia.
Vivimos en una sociedad donde la mentira se ha convertido en algo usual. Hemos perdido ese orgullo de nuestros antepasados donde no hacía falta firmar un contrato. Un estrechón de manos era más que suficiente como sello y compromiso de personas honestas.
Hay mentiras que se articulan para ocultar incapacidades, tapar los desmanes que dejan a su paso personajes retorcidos. Puede ocurrir en el Estado, cuando se ostenta un cargo público, y hasta en el sector privado. Siempre habrá quienes estén dispuestos a elogiar a los destructores del patrimonio público si se retribuye con sus respectivas coimas o sus peajes. No hay cena gratis.
A esos falsos apóstoles sin brillo, a veces enquistados en la esfera política, no les importa presentarse ante el público ofreciendo soluciones que no han sido capaces de aplicar y cuando se sienten desesperados acuden a medios de comunicación, unos serios y otros tan mentirosos como el que recurre a ellos con la esperanza de hacer realidad aquella nefasta máxima que dice: “Miente, miente que algo queda”.
Recuerdo que hace un tiempo me invitaron a leer cuentos para niños y elegí la “Gatita de María Ramos, que tira la piedra y esconde la mano”. La maestra me preguntó al final, a solas, por qué había elegido ese cuento y le dije que me trae siempre a la memoria algunos personajes de nuestro folclor que piensan que todos somos bobos y que seguiremos creyendo siempre sus fábulas.
Pero también porque, además, tienen tan poco valor que no son capaces de decir ellos mismos sus mentiras, sino que cuentan con muchos acólitos sin talento, pero agradecidos de lo bien que les fue recostados del Erario para armar proyectos políticos fallidos, que repiten como cotorras lo que como gatitas seguramente no se atreven a decir.
Pero, indudablemente, con sus mentiras han logrado levantar grandes capitales, que con frecuencia han querido ocultar, pero su estilo de vida los delata. La sociedad les ve de lejos el refajo en su incomprensible evolución de pordioseros a caballeros en tiempo récord.
La maestra entonces entendió mi mensaje y me inquirió si estaba seguro de lo que quería decirle a los niños. Hoy digo que cuánto me alegro haber contado aquel cuento, para que los niños eviten ser como aquellos que dañan reputaciones, que carecen de valores, pero, peor aún, que se esconden detrás de mentes retorcidas, sin más capacidad que el insulto y el chantaje cotidiano.
Antes de despedirme de la maestra le dije: Cuídese siempre, porque puede estar segura de que cualquier día, aunque sea domingo, le tiren una peña sin importarle si dañan su familia o su reputación. Es la parte más grave de las mentiras.
Finalmente, le dije a la joven profesora: “Esté segura de que muchos de ellos no recibirán el castigo de la justicia terrenal, pero definitivamente sí la del castigo eterno que el Padre tiene reservado a los que mienten”.
El octavo mandamiento prohíbe falsear la verdad en las relaciones con el prójimo. Este precepto moral deriva de la vocación del pueblo santo a ser testigo de su Dios, que es y quiere la verdad. Las ofensas a la verdad se expresan, palabras o acciones, un rechazo a comprometerse con la rectitud moral; son infidelidades básicas frente a Dios y, en este sentido, socavan la base de la Alianza.
La conclusión que quise dejarle a los niños y a la inteligente maestra es que quien miente no solo se denigra a sí mismo, porque carece de valores, de entereza y la mentira es solo el medio de cubrir sus acciones o su incapacidad. Le dije que no se preocupe si algún día es víctima de calumnias, que los padres y los hijos por los cuales usted ha sacrificado su salud y su familia sabrán agradecerle y reconocer que en algún momento usted fue un instrumento que les permitió recibir la luz de la enseñanza.