En el centenario de su nacimiento escribí que a pesar de cuanto le miman hoy quienes en vida le combatieron, Joaquín Balaguer sigue siendo el más vituperado de los mandatarios de la época posterior a la tiranía, a la que él sirvió.
Pero después de haber ocupado la presidencia en ocho oportunidades, seis de ellas por elección democrática, aunque varias oscurecidas por denuncias de fraude, Balaguer se convirtió en un factor de equilibrio. Su moderada oposición a los regímenes del PRD y el PLD permitieron a éstos salvar muchos de los obstáculos que la realidad del poder ponía en su camino. Su innegable peso político y su recia personalidad constituyeron una garantía para la paz social y el sosiego público en momentos muy difíciles.
No extraña por tanto que sus más enconados adversarios, aquellos que durante sus años de mandato se le opusieron tenazmente usando todos los medios y recursos a su alcance, reconocieran después, ya al final de su vida, sus enormes aportes a la economía y al fortalecimiento del sistema político nacional, otorgándole el título de “Padre de la democracia”, en virtud de una resolución aprobada por un Congreso controlado por los que una vez fueron sus enemigos.
Sólo algo no consiguió antes de su partida: la revocación de la resolución del Consejo Provisional Universitario de enero de 1962 que le suspendió como profesor de la universidad estatal, a la que él, días antes, había concedido la autonomía.
Muchos otros profesores sancionados por su complicidad con el trujillismo, lograron volver a la universidad con un nuevo ropaje democrático. Sus seguidores creen que desaparecidas las causas que determinaron en su momento tal decisión, no existe ninguna razón de peso, ni académica ni política, que justifique ya muerto el mantenimiento de esa medida. El alegato es que Balaguer no fue expulsado, como ocurrió con los demás, sino suspendido, de acuerdo con la referida resolución.