La Tregua, de Mario Benedetti, es como una colmena donde se mueve un mundo de varia humanidad. Son seres más o menos sometidos a un horario de oficina y una atmósfera enrarecida, a veces tóxica, en la está representada lo mejor y lo peor de la sociedad, el chismoso, el oportunista, el idealista, el rebelde, el conformista, y todos parecen como atrapados, boqueando igual que peces en un acuario donde escasea el aire y del cual quieren todos escapar.
Hay en realidad dos tipos de gente -razona el protagonista-, los que disfrutan la ciudad con todos sus encantos durante las mejores horas del día y los que permanecen prisioneros en fábricas y oficinas y sólo salen con tiempo para tomarse un apurado trago, regresar a la casa a la hora de la cena, podrirse un rato viendo una televisión frente a la cual se duermen, ir a la cama temprano y reponer fuerzas para someterse al día siguiente al mito de Sísifo, al inútil comenzar y recomenzar una tarea ingrata.
Todos desean escapar hacia esa otra vida, la que ofrece la libertad de moverse a placer por la ciudad, y algunos, como Menéndez, buscan desesperadamente la salida soñando, como tantos, con un premio de la lotería.
La trampa o trastada que le hacen al ingenuo Menéndez sus compañeros de oficina es uno de los momentos más divertidos y crueles de “La tregua”, y sólo se explica a través de un estado de frustración personal y colectiva de quien todo lo apuesta a un número de lotería. Pasa en todas las partes del mundo todos los días. (PCS).
Lunes 9 de setiembre
En la sección Ventas le han preparado una trampa sangrienta a un tal Menéndez, un muchacho ingenuo, supersticioso, tremendamente cabulero, que entró en la empresa formando parte de la misma tanda que Santini, Sierra y Avellaneda. Resulta que Menéndez se compró un entero para la lotería de mañana. Dijo que esta vez no lo iba a mostrar a nadie, porque tenía la corazonada de que, si no lo mostraba, el número iba a salir con la grande. Pero esta tarde vino el cobrador de Peñarol, y Menéndez, al abrir la billetera para pagarle, dejó por unos segundos el número sobre el mostrador. Él no se dio cuenta pero Rosas, un cretino en permanente estado de alerta, anotó mentalmente el número y de inmediato hizo un repartido verbal. La broma que han preparado para mañana es la siguiente: se combinaron con el lotero de enfrente para que, a determinada hora, anote en el pizarrón el número 15.301 en el lugar del primer premio.
Sólo por unos minutos, después lo borrará. Al lotero le gustó tanto la concepción del chiste que, contra lo previsto, accedió a colaborar.
Martes 10 de setiembre
Fue tremendo. A las tres menos cuarto, llegó Gaizolo de la calle y dijo en voz alta: Puta, qué bronca. Le estuve jugando a la cifra uno hasta el sábado pasado, y justo sale hoy. Desde el fondo llegó la primera pregunta prevista: ¿Así que terminó en uno? ¿Te acordás de las dos cifras? Cero uno, fue la respuesta de mal talante. Entonces Peña saltó desde su escritorio: Che, yo le jugué al 301 y agregó en seguida, dirigiéndose a Menéndez, que trabaja frente al ventanal: Dale, Menéndez, fijáte en el pizarrón. Si salió el 301, me forré de veras. Parece que Menéndez dio vuelta la cabeza con toda parsimonia, en la actitud del tipo que todavía se está frenando para no hacerse ilusiones. Vio las grandes y claras cifras del 15.301 y quedó por un momento paralizado. Creo que en ese instante habrá pesado todas las posibilidades y también habrá desechado toda posible trampa. Nadie, sino él, conocía el número. Pero el itinerario de la broma terminaba allí. El plan establecía que, en ese momento, todos venían en equipo a tomarle el pelo. Pero nadie había previsto que Menéndez pegara un salto y saliera corriendo hacia el fondo. La versión de algún testigo es que entró sin golpear en el despacho del gerente (que en ese momento atendía a un representante de una firma americana), prácticamente se le tiró encima y antes de que el otro pudiera encauzar su propio asombro, ya le había dado un sonoro beso en la pelada. Yo, que me di cuenta tarde de este último giro, penetré tras él en el despacho, lo tomé de un brazo y lo saqué a la fuerza. Allí, entre las cajas de pernos y pistones, mientras él se sacudía en unas carcajadas eléctricas que nunca podré olvidar, le dije casi a los gritos la verdad verdadera. Me sentí horrible haciendo eso, pero no había más remedio. Nunca vi desmoronarse a un hombre de esa manera irremediable y repentina. Se le doblaron las piernas, abrió la boca sin poderla cerrar, y después, sólo después, se tapó los ojos con la mano derecha. Lo senté en una silla y entré en el despacho del gerente a explicarle el episodio, pero el cretino no podía tolerar que el representante americano hubiera presenciado su humillación: “No se fatigue explicándome una historia increíble. Ese imbécil está despedido”.
Eso es lo horrible: está efectivamente despedido, y además amargado para siempre. Esos cinco minutos de frenética ilusión van a ser imborrables. Cuando los otros supieron la noticia, fueron en delegación a la gerencia, pero el Cangrejo es inflexible. Debe ser el día más triste, más grosero, más deprimente de todos los muchos años que he pasado en la oficina. Sin embargo, a última hora, la cofradía de los crueles tuvo un gesto: en tanto que Menéndez no encuentre otro empleo, el personal decidió contribuir con un pequeño porcentaje hasta formar su sueldo y entregárselo. Pero hubo un obstáculo: Menéndez no acepta el regalo o la reparación o como quiera llamársele. Tampoco quiere hablar con nadie de la oficina. Pobre tipo. Yo mismo me estoy reprochando por no haberlo puesto sobre aviso desde ayer. Pero nadie podía imaginarse que su reacción fuera tan fulminante.