Con esta entrega terminamos de analizar la carta de Peña Batlle a Mañach, motivo de estas cinco Páginas Retro.Alterando un poco el orden cronológico de los acontecimientos, debemos indicar que la carta de Peña Batlle a Mañach tiene fecha del 6 de noviembre de 1945, unos ocho meses luego de una reunión en Chapultepec, México, a la que habían asistido ambos cancilleres. Esta reunión se celebró al momento de finalizar la II Guerra Mundial. La delegación dominicana estuvo encabezada por Peña Batlle, y allí, en varias ocasiones, se atacó duramente a la República Dominicana, que puso en situación comprometida a la delegación norteamericana, cuando, en su discurso, uno de los miembros de la misión, Joaquín Balaguer, habló de los grandes demócratas en este continente: Roosevelt y Trujillo.
Volviendo a años anteriores, en 1935, Trujillo nombra a Moisés García Mella, a Manuel Gautier y a Casimiro N. de Moya, en la Comisión de Fronteras. Peña Batlle dejaba de ser miembro porque era un “desafecto”… no se había inscrito en el Partido Dominicano. En ese año, hubo un supuesto complot en el que participarían Amadeo Barletta, Oscar Michelena y Juan Alfonseca. Se intensificó la persecución y asesinato de varios desafectos y el 25 de marzo, Peña Batlle, que había estado 10 años fuera de la política, se inscribió en el Partido Dominicano, entre otras cosas, por presiones a los Vicini, con quienes trabajaba, de confiscarles todas sus propiedades. Quince días después de haberse inscrito, Peña Batlle habló en un mitin de loas a Trujillo, en el cual especificó que él, Peña Batlle era un “hombre de pensamiento”, y que había entendido que Trujillo era un nacionalista. Para confirmar su “pensamiento” es interesante leer la carta que Peña Batlle, siendo Secretario de Trabajo en noviembre de 1949, escribe al Secretario de la Presidencia sobre la “visita del Padre Cipriano Cavero, en relación con el proyecto para la formación de dirigentes obreros” publicada en el libro Instituciones Sociales, de la Fundación Peña Batlle, págs. 221 y siguientes, en que el firmante hace una amplia explicación en la creación y fomento de sentimientos sociales en las masas trabajadoras compatibles con los fundamentos de nuestra organización institucional y nuestra nacionalidad.
En julio de 1935, Trujillo indicó que no aceptaría la propuesta de que a la capital se le pusiera su nombre. Surgieron voces rogándole que lo aceptara. El único que escribió felicitando a Trujillo por su “gesto de desprendimiento” de que no aceptaría, fue Peña Batlle, en un artículo publicado por el Listín, el 22 julio. Peña Batlle fue marginado del gobierno, y se produjo de su parte un silencio total por el período 1936-1941, lo que confirma que cuando las negociaciones y las justificaciones de los sucesos de 1937 con relación a la masacre de los haitianos, Peña Batlle no estaba en el gobierno. Esta ausencia gubernamental de Peña Batlle podemos confirmarla revisando la “Cronología de Trujillo” de Fernando Infante y el libro de Juan Manuel García, “La matanza de los haitianos”, en que el nombre de Peña Batlle no se menciona durante el período 1930-1941. En su obra, García examina ampliamente las Memorias de la Cancillería dominicana de 1937, y puede comprobarse que la justificación estuvo a cargo, principalmente, de Joaquín Balaguer, Canciller interino; y del luego titular Julio Ortega Frier, que redactaron los documentos necesarios y que fueron llevados a Washington, Méjico y Cuba por Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, Max Henríquez Ureña y Moisés García Mella, respectivamente.
Con estas Páginas Retro hemos querido contribuir a ratificar que debemos recordar y apreciar a Manuel Arturo Peña Batlle como uno de los más destacados pensadores dominicanos, cuya memoria debe ser de orgullo nacional ya que nunca sacrificó su pensamiento en aras de un discurso político.
Últimos párrafos de la carta:
Cuando por tercera vez, volvieron los dominicanos a usar la estadidad en 1924, el país acababa de sufrir una dura prueba. Ya no teníamos derecho a ignorar a donde nos llevaban la incapacidad y el desorden. Sin embargo de esto, incurrimos en un error fundamental: antes de cumplirse el primer año de la restauración reiteramos la convención financiera que en 1907 nos vimos obligados a suscribir para quitarnos de encima los barcos de guerra de varias naciones europeas, acreedores exigentes e impacientes. Este paso impremeditado nos creó una situación dificilísima cuando, cinco años después, en 1930, en medio de una pavorosa crisis económica universal, nos vimos en el caso de comenzar a pagar las nuevas deudas de la imprevisión y la insensatez. Piense usted, ministro, lo que significaba para este país iniciar el pago de una deuda usuraria, en momentos en que nuestro presupuesto de un año a otro, se redujo de unos catorce millones de pesos a apenas siete millones. Piense, además, en que esa violenta transición económica se redujo cuando el país se levantaba nuevamente en armas y la montonera, otra vez, sembraba el desconcierto y el escepticismo en el espíritu público. Fue entonces cuando advino el General Trujillo al poder.
No quiero extenderme en las consecuencias de este hecho, caro amigo, porque es mi deseo que venga usted mismo al país, a comprobar, con su penetrante sentido de observación, de qué manera se han echado en la República Dominicana las bases de una futura y auténtica democracia.
Le confieso, Ministro, que yo no le tengo miedo a las ideas. Mis convicciones dominicanistas son profundas, pero, desde luego, no soy un reaccionario. Comprendo los puntos de vista de la política haitiana en su conflicto permanente con la política dominicana. Haití es un país de unos veintisiete mil kilómetros cuadrados, con una población de más de cuatro millones de habitantes, tan grande como la de Cuba. No hay posibilidad de que esa población en territorio tan exiguo y tan pobre pueda crear medios normales de subsistencia: la tierra haitiana está en aterrador proceso de erosión que cada vez hace más difícil una adecuada conjugación del medio y del hombre. La industrialización de ese país es poco menos que imposible. ¿De qué manera podrán los cuatro millones de haitianos de hoy resolver sus problemas vitales? ¿Cuál es el porvenir de esa población? La primera respuesta es categórica: Haití no puede ni podrá resolver sus propios problemas fundamentales. Inmediatamente surge esta segunda afirmación: los problemas haitianos pesan tanto sobre nosotros como nuestros propios problemas. La depauperación, la miseria y la incapacidad productiva de cuatro millones de seres arrinconados en un extremo de la isla, sin capa vegetal explotable, sin subsuelo útil y sin riqueza industrial posible, constituyen, necesariamente, para nuestro país una permanente y trágica amenaza de penetración masiva hacia los centros feraces y productivos de la isla, que no podemos, que no debemos, que no queremos descuidar los dominicanos de ahora so pena de conspirar nosotros mismos contra la felicidad y la tranquilidad presentes y futuras de nuestro pueblo.
Esta situación se refleja, a su vez, en el orden político. Hace trescientos años que está planteada y mantiene en plano perpetuo de anormalidad el desenvolvimiento de lo que puede llamarse la democracia dominicana. El lastre de esa situación ha sido y será muy pesado. ¿Qué hacer? ¿Nos fusionamos con Haití? ¿Sería ése, Ministro, su consejo sincero y cordial? ¿Mantenemos la dualidad existente en la isla desde el siglo XVII? ¿Cuánto nos costará a los dominicanos, en sacrificio, el afianzamiento de esa política? ¡Ayúdenos, Ministro, con su clara mente y su buen corazón, a despejar esas sombrías incógnitas, tan pesadas para los débiles hombros de esta modesta colectividad nacional que es la República Dominicana!
Es obvio que esta carta, escrita para el amigo, no está destinada a la publicación. La pongo en sus manos como la mejor prenda de mi afecto, de mi admiración y de mi respeto hacia usted.
Le abraza,
Manuel Arturo Peña Batlle.