La más importante lección que deben aprender los jóvenes que intentan encauzarse en el periodismo es la obligación moral de mantenerse alejado de aquello sobre lo que informan e investigan.
El peor error es entregarse a un líder o presidente, sea por afecto, afinidad o encanto, como pasara con Joaquín Balaguer y todavía con Leonel Fernández, exigentes de una adhesión incondicional.
La entrega del corazón va irremediablemente seguida de la pérdida del cerebro, como les ocurriera a muchos con ambos. El sentido de la proporción se pierde y con ello la objetividad y la independencia. Muchos programas, en la radio como en la televisión, son más escenarios de confrontaciones y sumisiones políticas que canales reales de orientación y comunicación con el público.
La obscenidad que esto significa sólo tiene su par en la vulgaridad que se escucha y observa en muchos de ellos.
Los periodistas se preocupaban antes por ocultar sus preferencias y compromisos. Hoy algunos los exhiben con desparpajo y descaro.
El éxito está asociado no tanto al talento como a la agresividad. Y el debido respeto al público se está convirtiendo en la excepción por parte de aquellos a los que no les sonríe ni el éxito ni la fama. La tragedia detrás de este fenómeno mediático radica en el hecho de que los jóvenes no parecen muy dispuestos a esperar su turno y observan este camino como el más corto y provechoso, asumiéndolo así como un paradigma.
La lealtad que se observa en algunos profesionales del oficio a una causa partidista es una vergüenza para el periodismo nacional. Con propiedad reivindicable en estos días, hace más de un siglo Oscar Wilde escribió: “Antaño, los hombres temían el tormento, hoy tienen la prensa”. Cierta y limitada prensa, aclararía yo, para ser justo con aquella que se honra a sí misma.