Los venezolanos no salen de su asombro con las excentricidades del inmaduro presidente Nicolás Maduro, que están llevando a ese país a la quiebra total y a lo que parece una inevitable confrontación civil. El arresto del alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, en una aparatosa operación militar, bajo los mismos cargos de conspiración con los que ha pretendido inhabilitar a toda la oposición, demuestra nuevamente que este heredero de Chávez, que habla con los pajaritos, carece de la estabilidad emocional que se requiere para gobernar un país.
Sus políticas económicas, sus confiscaciones de propiedades privadas y otras delirantes atrocidades, han provocado prolongados periodos de escasez y de abastecimiento de productos básicos, creando interminables filas en establecimientos con anaqueles vacíos, que el gobierno atribuye también a una conspiración de la élite económica. A causa de la irracionalidad oficial, los venezolanos encaran una situación como nunca antes habían conocido, inexplicable en un país rico en petróleo, con las reservas conocidas más grandes del mundo. La incapacidad para garantizar incluso un suministro estable de combustibles ha sido de tal magnitud que el régimen se ha visto en la necesidad de importar grandes cantidades de productos refinados desde el Medio Oriente, por razones de costos, porque le resulta más barato traerlos de esas lejanas tierras que producirlos localmente.
Si Chávez no parecía estar en completo dominio de sus emociones, con Maduro no hay obviamente seguridad ninguna. Su obsesión con Estados Unidos a cuyo gobierno acusa casi diariamente de fraguar un golpe de estado en su contra, recuerda los arrebatos de su antecesor y guía espiritual que no se cansaba de tildar a los líderes mundiales de cuantas obscenidades se le ocurrían, sin importar que se tratara de la canciller alemana, el jefe del gobierno español o el inquilino de la Casa Blanca.