Las cosas no marchaban en Barahona tan bien como le iban al general Rodríguez Echavarría en Santiago. Cuando el C-47 en que volaban Polanco Alegría y su co-piloto Rodríguez Núñez aterrizó en la base de aquella ciudad, los oficiales se encontraban reunidos bajo una terraza, donde funcionaba el club, un poco alejado de los edificios del comando.
Polanco captó inmediatamente la atmósfera de tensión y bajó con su ametralladora Thompson en la mano derecha. Rodríguez Núñez se quedó relegado en el avión llenando el libro de vuelo. Un jeep condujo al teniente coronel Miguel A. Veras Toribio, comandante de las tropas de infantería de la base, ante el mismo aparato para recoger a sus ocupantes. Al llegar a la terraza, Polanco alcanzó a ver al general Rodríguez Méndez, rodeado de oficiales, quien le dice, con voz trémula:
-Compadre, estoy preso. ¡Me han desarmado!
La expectación era grande y resulta difícil distinguir lo que alguien decía, ya que todos hablaban casi a la vez y en voz alta. En un lado de la pista, Polanco observó los ocho Mustang P-51 despachados horas antes desde San Isidro. Sumaban con ellos dieciséis los aviones de ese tipo en la base. El oficial pensó que si la dotación resistía, se suscitarían graves inconvenientes.
La consigna era convencer a la oficialidad que la partida de Ramfis creaba una situación que sus tíos y otros personeros de la dictadura pretendían aprovechar mediante un golpe de fuerza que incluiría el asesinato de líderes de la oposición y el destierro o muerte del propio Presidente. El propósito de Rodríguez Echavarría era evitar que esa catástrofe se consumara. Sin embargo, el general Rodríguez Méndez no había sido convincente. Tan pronto como aterrizó en las primeras horas de la mañana pilotando él mismo un AT-6, trató de asumir el mando imponiendo su rango sobre el comandante de puesto, coronel Luis Beauchamps Javier. Ese fue su error.
Nadie, ni el coronel Beauchamps, sabía lo que estaba pasando y las primeras informaciones transmitidas por la radio, contribuyeron a aumentar la confusión. La oficialidad de puesto en Barahona se debatía entre su lealtad al mando de San Isidro y la lógica del razonamiento en que se sustentaba el levantamiento militar del general Rodríguez Echavarría. En el cuerpo de infantería de servicio en Barahona estaban algunos de los oficiales más leales a Ramfis, entre ellos el coronel Veras Toribio, de 34 años, su compañero en el equipo de polo.
Beauchamps estaba muy excitado y se oponía a que se le leyera la proclama traída de Santiago. En el transcurso de media hora tuvieron lugar varias llamadas telefónicas con San Isidro y el general Sánchez hijo dio instrucciones de impedir el despegue de los aviones. Veras Toribio bloqueó la pista con un tanque y un carro de asalto se situó en frente de la hilera de los Mustang apuntándoles con sus dos ametralladoras de pesado calibre. Si alguien intentaba subir a un avión sería fulminado.
Beauchamps también llamó a su hermano, Juan René, teniente coronel comandante de la fortaleza del Ejército en Azua, a unos 50 kilómetros al este, en dirección a la capital, para pedirle que cerrara la carretera y no dejara pasar ninguna tropa sin su consentimiento. Después de varios intentos, logró comunicarse con Balaguer. La respuesta del Presidente le hizo presumir que hablaba bajo presiones.
-Señor Beauchamps, puede venir con sus aviones a San Isidro. Tiene garantías.
-No, señor Presidente, nosotros le apoyamos a usted y sólo recibimos órdenes suyas.
Los oficiales, muchos de los cuales tenían a sus esposas e hijos en San Isidro, estaban alarmados y molestos por el bombardeo a dicha base. El capitán Vinicio Fernández Pérez, de 38 años, del Batallón de Blindados, pensó en Dolores, su esposa, y en sus cuatro hijos, que vivían allá. El no protestó cuando alguien propuso que se atacara por aire a la base de Santiago en represalia.
Rodríguez Echavarría había advertido acerca de su intención de bombardear el campamento si no se plegaba al pronunciamiento. La situación era en extremo delicada. El momento “más difícil” para el teniente coronel Polanco Alegría llegó a continuación, cuando trató de imponerse leyendo la proclama. El teléfono de la terraza del club de oficiales timbró de nuevo. Beauchamps lo tomó, pero Polanco, situándose semi de espaldas a éste, colocó un dedo sobre el interruptor. Beauchamps no escuchó a nadie del otro lado de la línea y cerró de golpe. Después se sabría que la llamada era del general Sánchez hijo.
La llegada inesperada de un oficial relaja la situación. El capitán de navío Martínez Velásquez, comandante de la base naval de Barahona, irrumpe en la reunión, alzando los brazos: “Señores, tengan calma, hay que hablar”. Los oficiales gritan: “Si, hay que hablar”.
-No quiero oír pendejadas. Aquí lo que hay es un complot- protestó Beauchamps.
La voz del teniente Osvaldo Dujarric se deja oír:
-Coronel, déjelo hablar, para ver qué dice.
Polanco Alegría, presidente entonces que puede dominar la situación e intenta leer de nuevo el documento. Beauchamps propone subir a su oficina y todo el grupo le sigue, la mayoría de ellos con sus revólveres martillados en el cinto y portando metralletas de mano.
Tan pronto alcanzaron la oficina, lo primero que hizo Polanco Alegría fue desconectar el teléfono “para que no interrumpan las llamadas. Vamos nosotros a conversar primero”. La tensión baja después que el texto de la proclama es leído y se acuerda llamar al Presidente Balaguer para comunicarle que están de parte suya. El teléfono es conectado de nuevo y pasa de los oídos de un oficial a otro. Balaguer les agradece el apoyo. El último en hablar es el mayor Ramón Tatis Núñez, del personal de infantería, y miembro del clan de Ramfis.
Luego Beauchamps comunica a Rodríguez Echavarría la adhesión de la base y se retira a su casa. El oficial estaba casado con Silveria, hija de Aníbal Trujillo, hermano del Jefe, quien según se decía había sido asesinado por órdenes de éste. Silveria nunca gozó del status de otros miembros de la familia Trujillo. Educada en los Estados Unidos trabajaba como profesora de inglés, un empleo casi indigno para un pariente cercano del dictador. Beauchamps era uno de los oficiales más apreciados por los pilotos. Esto quedó de manifiesto cuando –después de entregar el mando de la base al general Rodríguez Méndez- la totalidad de los oficiales fue a visitarle para decirle que no se preocupara que a él nada habría de pasarle.
Silveria les preparó café y abrazó a cada uno de los oficiales con lágrimas en los ojos.
Mientras esto ocurría, en la capital los acontecimientos se desarrollaban rápidamente. Petán fue a visitar temprano al general Sánchez hijo a la base. El bombardeo le sorprendió bajando las escaleras del edificio de la jefatura de Estado Mayor.
El teniente coronel piloto Miguel Atila Luna Pérez, de 32 años, intendente de la Aviación, dormía cuando se produjo el primer ataque. Como la mayoría de los oficiales se acostó tarde, aturdidos por la noticia de la huida de Ramfis. Su conversación de medianoche con el teniente coronel Ismael Emilio Román Carbuccia, denotaba el cambio operado en muchos oficiales y su poco entusiasmo por seguir apoyando a la familia Trujillo.
“¿En qué estas?”, le había preguntado. Su compañero fue tajante: “No voy a pelear por los otros. Por el único que lo haría sería por el Presidente”.
Al sonido de los primeros cohetes, Luna Pérez corrió con su paracaídas hacia su avión y encontró a Ramos Usera tratando en vano de encender un Vampiro. Al comprobar que fueron saboteados corrieron hacia la jefatura, en medio de un caos general y el trepidar de las bombas y las ametralladoras.
Los dos oficiales encontraron al general Sánchez junto a Petán y el coronel Simmons, de la embajada de Estados Unidos, al pie de las escaleras. Otros oficiales se les habían acercado, en busca de información e instrucciones. Petán increpaba duramente al oficial norteamericano oscilando nerviosamente su ametralladora Thompson frente a su rostro. Le acusaba de ser el responsable. La embajada norteamericana, gritaba, lo había organizado todo. Su excitación estaba fuera de toda proporción, pensaron Ramos Usera y Luna Pérez. El hermano del dictador apuntó de pronto con su arma a uno de los Vampiros que pasó a enorme velocidad por encima del edificio y disparó una ráfaga. Luna Pérez le grita:
-General, deje eso. ¡Esa arma no tumba un avión!
Entonces caen dos bombas de 500 libras en el Batallón de Artillería. El ruido es ensordecedor. Petán se echa de bruces en su carro y ordenó al chofer conducir a toda velocidad fuera de la zona. Otras dos bombas similares, lanzadas por un Mustang, que formaba parte de una segunda oleada de ataque, caen sin explotar en la explanada próxima al polvorín. Luna Pérez respira aliviado. Si hubieran hecho explosión, se dice a sí mismo, nadie habrá podido imaginar el desastre.
En esos momentos de excitación y peligro, uno que procedió con serenidad, dentro de las circunstancias fue el general Sánchez, que aprovechó la presencia de los tenientes coroneles Ramos Usera y Luna Pérez para ordenarles preparar un plan de contraataque. Les dijo que Rodríguez Echavarría se “ha vuelto loco y se ha proclamado Presidente en Santiago”.
Con una unidad móvil de radio, que le trajera el capitán Bueno, el general Sánchez desde su jeep Land Rover, parqueado en la marquesina de la jefatura, establece comunicación con el B-26 que sobrevolaba el perímetro en busca de los carros blindados. Le insta a descender y a abandonar “la locura” en que estaba envuelto.
El piloto le responde que si aterriza “ahí mimo me fusilan”, pero les dice que no deben preocuparse. El ataque no es contra ellos, sino contra los carros de asalto y los tanques.
Un cohete cae sin explotar, entre tanto, en el patio de la residencia del teniente coronel Joaquín Nadal Lluberes, que permanecía al lado de Sánchez. El oficial corrió a cerciorarse al barrio de oficiales, mientras Sánchez subía al jeep para realizar un recorrido de evaluación de los daños.
El proyectil permaneció varios días en el traspatio de la residencia de Nadal Lluberes. Fue retirado por especialistas en explosivos luego de superada la crisis.
Apenas unos minutos después de que el general Sánchez saliera, se presentó a su oficina el teniente coronel Hernando Ramírez, tal como el primero le solicitara momentos antes por la radio.
El teléfono sonó varias veces y el oficial tomó la llamada. Era el Presidente personalmente inquiriendo por el jefe de Estado Mayor. Hernando Ramírez se identifica y le dice que se están preparando para un contraataque a Santiago, según las órdenes por él recibidas. Balaguer, pausadamente, le pide que diga al general que desea verle en el Palacio Nacional junto al general Petán Trujillo “porque la situación se puede arreglar”.
Sánchez regresa momentos después y el oficial le comunica los deseos del Presidente. Sánchez sale de nuevo mientras Hernando se dirige a su oficina en el CEFA donde le esperan el mayor Caamaño Deñó y el capitán Fernández Domínguez, a quienes ha dado ya instrucciones de preparar un plan de ataque contra la base de Santiago.
Momentos antes, en medio del bombardeo, el capitán Pichardo Gautreaux se dirigió directamente hacia los hangares de sus tanques AMX, situados a la derecha del pabellón de los dormitorios de oficiales. Los cohetes seguían cayendo y los aviones castigaban fieramente las instalaciones del Batallón Blindado con fuego de ametralladoras. Los destrozos se veían por doquier. Al paso rasante de un reactor, se lanzó debajo de un escritorio en el salón de billar del edificio contiguo, por donde había penetrado para acortar distancia y no exponerse al fuego corriendo a campo traviesa.
Tirado en el suelo, con restos de muebles y de hierros torcidos a su alrededor, alcanzó a ver al capitán Grampolver Medina en igual posición, quien regresaba a su puesto tras ir a la jefatura en busca de información. En su calidad de comandante de infantería, Medina tenía bajo sus órdenes 24 carros orugas Half Track, dotados cada uno de dos ametralladoras gemelas. Mientras aguardaban con la respiración entrecortada que amainara el ataque aéreo para correr de nuevo hacia sus puestos, Medina toca el hombro de Pichardo Gautreaux, casi gritándole para dejarse oír sobre el ruido de los disparos y cañones.
-¡No se preocupe, compadre. Esas niñas las criaremos como Dios manda!
Dada la coincidencia de que a ambos les había nacido una niña, exactamente en la misma fecha, dieciocho días antes. Debido al acuertelamiento no habían tenido oportunidad de celebrar la feliz ocasión.
El teniente Forteza Peynado se había separado del capitán Pichardo Guatreaux, al pie de las escaleras. En el desorden reinante, él salió por la puerta trasera del edificio. Un oficial le gritó señalando un Vampiro que se acercaba con intenciones de seguir atacando. El joven teniente recién llegado de España vio las ametralladoras del reactor disparar casi en frente suyo, mientras giraba a una velocidad meteórica. Con la misma rapidez con que había salido se devolvió y decidió sacar las unidades del batallón hacia otro lugar, a fin de protegerlas.
Pichardo Gautreaux recordaría orgulloso el proceder de este joven oficial, que en medio del peligro se movía con decisión haciendo “lo que las circunstancias mandaban”. Particularmente recordaría cómo bajo el ataque le instaba a contraatacar la base, haciéndole señales a distancia para dirigir los tanques hacia la base. Pichardo Guatreaux razona para sí que allí solo hay gente inocente que nada tiene que ver con el ataque: “!Olvídese de eso, teniente!”, le grita.
Los dos compadres –Pichardo Gautreaux y Medina- lograron cruzar a los hangares, pero éstos se encontraban ya totalmente vacíos. Al primer ataque, el personal había reaccionado adecuada e inteligentemente, sacando los vehículos de los hangares, donde hubieran quedado a expensas del bombardeo aéreo. Los tanques rompieron las puertas de acceso, internándose en los bosques, una maniobra ensayada rutinariamente muchas veces antes. La segunda oleada de aviones no encontró prácticamente ningún blindado en su lugar.
El capitán Pichardo Gautreaux respiró confiado ahora en su posición. Aunque el peligro no había pasado todavía y aún no se tenía idea del alcance de la agresión, el oficial comandante de los AMX pensó que camuflajeados y protegidos por la tupida maleza que bordea el campamento, el potencial ofensivo de sus carros y tanques, es suficiente para repeler un nuevo ataque.
La habilidad para reaccionar guiados por el instinto y la instrucción militar, salvó esa mañana la vida de muchos oficiales y soldados de infantería. El teniente Marino Almánzar saltó a un tanque en movimiento y ayudó a guiarlo hacia los bosques circundantes. Su entrenamiento sobre AMX en el Batallón Bravos de Apures, en la base aérea de Maracay, Venezuela, durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, por fin le valió de algo. Hubiera apostado que jamás necesitaría de esas tácticas para escaparse de un ataque de sus propias fuerzas.
Alrededor del mediodía, cuando ya había cesado la acción aérea, los tanques dejarían la espesura y se internarían por una pequeña carretera que conducía a la Cruz de Mendoza y Alma Rosa, dos barrios mayormente habitados por militares. Una vez allí arrimarían cada vehículo a las marquesinas de las viviendas, haciendo una especie de escudo defensivo.
Una figura solitaria, tambaleándose, recorrió el trayecto de unos seiscientos metros de distancia entre el Batallón Blindado y el hospital de la base aérea. Es el sargento de primera clase José Antonio Santana, herido en el rostro por un fragmento de cohete. Con la ropa cubierta de sangre y a punto de desfallecer, pudo con grandes esfuerzos llegar hasta el centro médico.
Los impactos del bombardeo dejaron rotas las ventanas del edificio y las camas se hallaban desparramadas. Equipos médicos aparecían por todas partes, en medio del desorden y la destrucción. El ataque no había alcanzado directamente el hospital, pero sus efectos se dejaban sentir por doquier. Aquello parecía un “manicomio”.
Santana sería trasladado esa misma mañana al hospital público del ensanche Luperón, en la zona noreste de la ciudad. Con él sería llevado Cornelio Veras, raso mecánico, herido mientras reparaba el automóvil, del coronel Figueroa Carrión Veras, raso mecánico, herido mientras reparaba el automóvil del coronel Figueroa Carrión. Veras quedaría inválido para el resto de sus días. Por lo menos otros treinta soldados heridos serían atendidos precariamente en las primeras horas de la mañana.
Fue el sentido del deber lo que llevó al padre Guerrero directamente de la iglesia, ubicado dentro del perímetro del CEFA, al hospital. Pero antes debió superar un breve inconveniente. El capitán Luna Peguero, oficial del día, le interceptó, advirtiéndole que no podía exponerse al peligro. El sacerdote insistió y el oficial le dijo de la manera más cortés:
-¡Padre, yo soy responsable de su seguridad. Si intenta salir, lamentablemente tendré que detenerle!
El sacerdote no tuvo más remedio que esperar. El oficial de leyes, mayor Emilio Ludovino Fernández, quien también estaba de servicio, parecía muy afectado por los sucesos, diría el sacerdote después. Al rato, se detuvo un jeep ante la casa de guardia. El mayor Eladio Marmolejos, comandante de Boca Chica y encargado allí de la protección de la casa de Ramfis, inquirió desesperado sobre lo que estaba sucediendo. El capitán Luna Peguero le explicó parsimoniosamente y el oficial volvió al jeep y se retiró a toda velocidad del lugar. En una pausa del ataque, el capitán accede después a los ruegos del sacerdote y le deja salir.
Lo que encuentra el padre Guerrero al llegar al hospital le deja trastornado. Hasta allí fue el sacerdote caminando. Pasó el edificio de la Academia Batalla de las Carreras, cruzó la carretera, traspasó el barrio de alistados y pasó el club de oficiales hasta llegar al hospital, un trayecto de alrededor de un kilómetro. El párroco de San Isidro no encontró a mucha gente en su recorrido, que cubrió en pocos minutos, pareciéndole todo “desierto como un cementerio”. La gente estaba metida dentro de sus casas, pegada a los aparados de radio.
En el hospital lo que encuentra “es un verdadero desastre”. Los restos de las ventanas de vidrio se hallaban esparcidas por todas las habitaciones y pasillos. Los enfermos andaban arrastrándose por el piso, debajo de las camas, algunos todavía con sueros, recién operados.
El director del establecimiento, coronel médico Fulgencio Santana, le invitó a bajar al jardín donde se había estacionado un tanque. La presencia de ese blindado ponía en peligro la seguridad del centro. Su director consideraba que este solo hecho podía convertir al hospital en un objetivo militar. El peligro era en verdad grande. El mando del tanque estaba bajo el capitán Billy García Kundhart, hijo del jefe del Ejército, mayor general Virgilio García Trujillo.
Insistía el oficial en quedarse, pero el director y el padre Guerrero a su vez creían en que debía alejarse de allí lo más pronto posible. García Kundhart había roto la verja ciclónica que protegía el hospital para entrar en el área, pero accedió finalmente a irse.
Normalizada, dentro del caos general, la situación dentro del hospital, el sacerdote se encaminó hacia el barrio de oficiales. Matilde, esposa del teniente coronel Nadal Lluberes, estaba muy nerviosa por el cohete que acaba de caer en el traspatio de su casa, sin explotar. No entraría de nuevo ahí mientras no retiraran el artefacto.
El sacerdote pudo comprobar que a pesar de todo, las cosas estaban bien dentro de las viviendas de oficiales a los que tenía en mucha estimación: los coroneles Elbys Viñas Román y Juan Disla Abreu, jefe de la escolta de Ramfis; así como la del mayor Mario Imbert McGregor, contiguas a la de Nadal Lluberes. Las mujeres lloraban. Unas porque sus esposos estaban en Santiago y participaban en el bombardeo. Otras porque temían ser alcanzadas por las bombas.
Desde su oficina de subjefe de Estado Mayor del Ejército Nacional, con sede en el campamento 27 de Febrero, en Sans Souci, al lado este del río Ozama, el general de brigada Félix Hermida hijo, de 37 años, escuchó pese a la distancia el eco del bombardeo. Salió de prisa al patio y comprobó que su orden de evacuación, dada minutos antes, se estaba cumpliendo. El teniente coronel David Kushner Castellanos, oficial ejecutivo del campamento, actuaba con presteza moviendo rápidamente, pero en forma organizada, a la tropa, de cerca de ochocientos hombres, hacia los tupidos farallones próximos al lugar señalado para la construcción de un Faro a Colón.
Hermida tuvo fortuitamente noticias anticipadas del ataque. Había llamado minutos antes de las ocho de la mañana al coronel Papín de León Grullón, comandante de la dotación del Ejército en Constanza, una población enclavada en un valle a cuatro mil pies rodeado de montañas en el centro del país, para encargarle una madera para un trabajo particular en su casa. El oficial le informó que se había podido captar una conversación en la estación de Alto de Bandera, que merecía su atención. Las voces parecían la del general de brigada Rodríguez Méndez, desde un avión, y la del teniente coronel Alfredo Imbert McGregor, desde la torre de la base de Santiago. Los dos oficiales hablaban de un bombardeo a San Isidro y al Campamento 27 de Febrero. La conversación había sido captada alrededor de medio hora antes.
Hermida llamó de inmediato al despacho del general Sánchez, pero éste no se encontraba y advirtió al oficial superior de servicio sobre la posibilidad de un ataque sorpresa. Todo ocurrió demasiado de prisa a partir de ese momento. La evacuación abarcaba a todo el personal, excepto el de cocina y los encargados de accionar los nidos de ametralladoras.
El cielo claro y despejado permitía ver a distancia. Hermida alzó la vista y divisó una escuadrilla de Vampiros aproximarse desde la base aérea. El teléfono de su oficina timbró y él salvó la corta distancia para tomar el aparato. El secretario de las Fuerzas Armadas, mayor general González Cruz, es quien llama para saber qué pasa. Hermida comienza a informarle cuando un fuerte estruendo retumba en todo el edificio de la jefatura del campamento. Las ametralladoras responden al fuego.
De inmediato, Hermida decidió trasladarse al pabellón de oficiales, separado por una amplia explanada antes del cual se encontraban el depósito de municiones, la iglesia y los tanques de gasolina. Tras abordar su automóvil Mercedes Benz azul oscuro, para superar la distancia, alcanzó a escuchar nuevos sonidos de cohetes y bombas sobre la distante base aérea.
Por el espejo retrovisor, el general pudo ver perfectamente un Vampiro acercándose a toda velocidad en dirección a su auto. El piloto, teniente coronel Fernández Smester, regresaba a Santiago tras cumplir su primera misión sobre San Isidro. Desde los arrecifes hizo un giro para atacar por igual al campamento y se situó en dirección al auto en movimiento. Hermida entró instintivamente el brazo derecho que descansaba sobre la ventana derecha del sillón delantero mientras gritaba a su ayudante que acelerara y buscara protección bajo un edificio. Fernández Smester accionó los cañones y dos hileras de fuego de ametralladoras bordean el Mercedes Benz sin alcanzarle por escasas pulgadas. El Vampiro toma altura y se aleja en dirección norte, mientras Hermida toma el guía del carro y lo hace estrellar contra una pared para evitar que se deslizara por una pendiente, al acercarse a los farallones.
Esta escena fue confirmada al autor tanto por Hermida como por Fernández Smester. El oficial piloto dijo que al accionar los cañones sólo respondieron los de afuera y que los del ángulo cerrado se atascaron. De otra manera hubiera destrozado el Mercedes Benz y dado muerte a Hermida. Días después, cuando ambos coincidieron de nuevo en la base de San Isidro, hicieron mención de este hecho. Fernández, que tenía un profundo aprecio por Hermida, le abrazó con lágrimas en los ojos.
Del campamento, Hermida corrió a la guarnición contigua, donde funcionaba el Centro de Enseñanza del Ejército. Su comandante, el mayor General Pedro V. Trujillo Molina, tío de Ramfis, de 60 años, estaba en la galería ensimismado ante el espectáculo. Por un “milagro”, pensó Hermida, no le alcanzó una ráfaga de un Vampiro. El oficial le pidió que ordenara evacuar las tropas del recinto y las preparara para si se fuese necesario entrar en acción. El hermano del desaparecido dictador, asintió y acató la orden como si proviniera de un superior.
Después de la primera oleada de ataque y tras conocerse los propósitos del levantamiento, muchos pilotos que quedaron rezagados en San Isidro, tomaron aviones para unirse al general Rodríguez Echavarría.
El general dispuso una protección permanente de los cielos de Santiago, en previsión de una represalia aérea. El capitán Pedro Héctor Dipp Medina, de 26 años, no sólo tomó parte ese día en incursiones a San Isidro, sino que tuvo a su cargo la defensa aérea del centro de operaciones del movimiento.
Cada vez que la torre de control de la base de Santiago recibía el aviso de la aproximación de un avión, Dipp Medina y otros pilotos alzaban vuelo para obligarlos a mostrar sus intenciones antes de permitir que se aproximaran demasiado. La señal solicitada era la de enseñar el tren de aterrizaje, que les obligaba a disminuir la velocidad y les impedía además usar sus armas, y dirigirse desde distancia así hasta la base.
El teniente coronel Juan de los Santos Céspedes recibió instrucciones del general Sánchez hijo de regresar con sus AT-6 desde Constanza. Pero en lugar de ir a San Isidro, De los Santos hizo el viaje más corto hacia Santiago. Rodríguez Echavarría le ordenó a Dipp Medina que lo interceptara y si era necesario abriera fuego contra el avión. El joven oficial, colérico por la forma en que se le dio la orden, le dijo que nunca dispararía contra sus compañeros y le entregó la pistola. Entonces el general ordenó su arresto.
Entre Rodríguez Echavarría y Dipp Medina existía una relación muy íntima de superior y subalterno. El segundo había estado de servicio en la base de Santiago durante tres años, al servicio directo del general. Seis meses antes de estos acontecimientos consiguió su traslado a San Isidro. Dipp Medina fue uno de los primeros aviadores en llegar esa mañana a Santiago, con el grupo del capitán Polanco Tovar. Su arresto en la mañana del domingo 19 de noviembre, no alteró las relaciones entre ambos y Dipp Medina volvió a ser oficial asistente de Rodríguez Echavarría días después, al regreso de éste a San Isidro como vencedor.
Otros oficiales confrontaron problemas similares. Uno de ellos fue el capitán Pedro Julio Guerra Ubrí (Tingo) , tras cuyo ascenso el día anterior, recibió orden de trasladarse a Santiago en el avión del general Rodríguez Echavarría. Cuando se enteró del ataque a los tanques y la artillería, Guerra pensó en el peligro que correría su hermano, José Antonio, primer teniente del CEFA, y dejó saber su descontento por la acción.
Se le desarmó y encerró en su habitación por el resto del día. Esa misma tarde se le explicó que nada había pasado a su hermano y la mañana siguiente, lunes 20 de noviembre, hizo turno de guardia, como oficial del día.
La torre de control informó a media mañana que un P-51 se acercaba. El teniente Alfredo Hernández Díaz lo interceptó con un Vampiro MK-5, situándose sobre él. Era su amigo, el también teniente Gustavo Larrauri González, que iba a sumarse al levantamiento. Hernández le advierte por radio:
-Mira hacia arriba para que te cagues. Si no sacas el tren te derribo. Larrauri González reconoce la voz y le responde:
-Pei, soy yo, Gustavo.
-No tengo que ver quien eres. Si no bajas inmediatamente el tren te derribo.
El piloto del Mustang obedeció y fue escoltado hasta Santiago.
Como todos los domingos, desde que asumiera la Presidencia, Balaguer asistió esa mañana a la iglesia del Palacio Nacional, separada del edificio central sede del Ejecutivo, por un prado verde bien cortado. El Presidente subió primero a su despacho y bajó luego en compañía del subsecretario Felipe Osvaldo Perdomo, su joven secretario particular Rafael Bello Andino y oficiales de su escolta, cubriendo la distancia de pocas yardas sin detenerse.
La misa de media hora concluyó a las 8:30 de la mañana. En medio de la ceremonia, un ayudante le susurró al oído las últimas novedades. Balaguer permaneció tranquilo y esperó que el oficio terminara.
La impaciencia parecía dominar a los asistentes, civiles y militares. El Presidente se permitió todavía gastar unos minutos para saludar a algunos de los fieles, en su mayor parte funcionarios del Gobierno y amigos.
Nadie podía imaginar, al seguir sus pasos tranquilos hacia su despacho, que el mensaje susurrado a su oído en la iglesia era de que se había producido un levantamiento y que un fuerte bombardeo estaba estremeciendo la base élite de las Fuerzas Armadas dominicanas. Ningún rictus en su rostro impertérrito, ninguna señal de emoción exterior, dio indicación de que las graves noticias habían alterado a este hombre de baja estatura y anatomía endeble.
Sus ayudantes, detrás de él, parecían en problemas para seguir sus pasos, largos y firmes.
El primer contacto entre el líder del levantamiento y el Presidente se produce poco después de las diez e la mañana. Es Balaguer quien le llama pidiéndole una tregua.
En las primeras horas de la mañana de ese domingo, el Presidente estuvo sometido a muchas presiones de los partidarios de los Trujillo. El general Sánchez y el coronel Figueroa Carrión fueron a verle. Sánchez creía que podía dominar la situación. Su evaluación estaba basada en la presunción de que la base de Santiago carecía de municiones, repuestos y combustible para una ofensiva o resistencia prolongada en caso de un contraataque. El jefe de Estado Mayor ignoraba que en las últimas semanas, Rodríguez Echavarría había estado recibiendo de todo ello en partidas extraordinarias.
La noche anterior, después de despedir a Ramfis en el puerto de Haina y reunirse con los oficiales superiores en su despacho, Sánchez visitó a Negro Trujillo para proponerle la expulsión de Balaguer de la Presidencia. El Generalísimo estaba muy confundido y preocupado por los acontecimientos posteriores a su regreso tras su breve exilio en Bermudas y necesitaba tiempo para decidir sobre estas cuestiones. Sánchez se fue a dormir a la base decepcionado y seguro de que para ellos se iniciaba una cuenta regresiva. Las indecisiones del ex-presidente Héctor Bienvenido Trujillo Molina resultarían fatales. En esto Sánchez no se equivocaba.
Balaguer tuvo un aliado decisivo en esas horas cruciales. La presencia en el Palacio Nacional del cónsul norteamericano John Calvin Hill y la proximidad de la flota estadounidense, desalentaron los planes en su contra. Mientras el Presiente despechaba en su oficina de la segunda planta y recibía las visitas sucesivas de oficiales y de los propios tíos de Ramfis, el cónsul de los Estados Unidos permanecía activo en la planta superior.
Después de escuchar al Presidente, el general Rodríguez Echavarría aceptó una tregua con la salvedad de que “hay misiones en el aire”. El oficial tenía sus dudas. Muy respetuosamente había dicho al Presidente:
-Usted es el comandante en jefe, pero me cuesta obedecer esa orden, ya que no puedo saber si me está hablando bajo presión.
En efecto, el general Sánchez y otros oficiales leales a los Trujillos se encontraban en esos momentos en el despacho presidencial.
En una entrevista, Sánchez me dijo que él había llamado del despacho del Presidente a Barahona, aunque no mencionó a Santiago. Cuando le pregunté si Balaguer había autorizado la llamada, me dijo cortantemente: “No se si quería que llamara”.
En la media hora siguiente, una serie de hechos anularían los efectos de esa tregua precaria. A las misiones que se refería el jefe militar eran los bombardeos de puentes y de la antena de La Voz Dominicana, propiedad de Petán, que aún transmitía proclamas contra el movimiento. Del otro lado, los informes de que los tanques de San Isidro se habían reagrupado en Alma Rosa con el propósito de preparar una contraofensiva terrestre, alarmaron al general Rodríguez Echavarría.
En una nueva conversación telefónica, Balaguer se quejó después de informes de que los sublevados “están destruyendo Bonao”. El general le advierte que está siendo “engañado” por el general Sánchez y su gente y que en vista del giro que ha tomado la situación, el Presidente debe deportar a todos los Trujillos, no solamente a Negro y Petán, como había reclamado inicialmente. En la lista tenían que ser incluidos todos, sin excepción, entre ellos el general Sánchez, cuya destitución debía producirse de inmediato.
Rodríguez Echavarría se echó hacia atrás en su sillón y tomó una lista manuscrita de oficiales generales y personeros del régimen que habían preparado Ramón Tapia Espinal y los tenientes coroneles Elías Wessin y Alfredo Imbert McGregor, y leyó cada uno de los nombres allí escritos.
Balaguer asintió calmadamente del otro lado de la línea.
El ambiente de aparente tranquilidad en el Palacio Nacional, no parecía guardar relación con los sucesos que tenían lugar en San Isidro. A excepción del nerviosismo de los oficiales de servicio, nada parecía indicar ninguna situación anormal. Balaguer llegó a la hora de costumbre, pese a ser domingo, y permanecía tranquilamente en su despacho, laborando como un día cualquiera.
De pronto, la violenta llegada de los hermanos Trujillo a la sede presidencial alteró el ambiente. Negro y Petán, como solían hacerlo, entraron por la puerta trasera de la Avenida México. No tuvieron tropiezos para traspasar la custodiada verja posterior que esa mañana tenía guarda redoblada.
El exhausto oficial de puesto marcó la hora exacta de la llegada de los Trujillo –10:45 de la mañana- y se cansó de contar la larga cola de guardaespaldas, grotescamente ataviados, aunque fuertemente armados de fusiles y armas blancas. El tristemente célebre ejército de Cocuyos de Petán parecía esa mañana más numeroso que nunca. El teniente de la Guardia Presidencial calculó que más de ochenta hombres armados siguieron a Petán a su ingreso a los predios del Palacio Nacional.
Sin rumbo fijo, los Trujillo subieron a la tercera planta. En el Salón de Embajadores, desde donde podía contemplarse, en lontananza, la presencia de la flota de buques norteamericanos, Negro y Petán encontraron al cónsul Hill. Tras una agria discusión sobre lo que estaba ocurriendo en San Isidro, Petán encañonó con su ametralladora Thompson el pecho del cónsul norteamericano, gritándole que le consideraba responsable de cuanto estaba pasando.
Petán lucía fuera de sí. Negro haciendo acopio de sangre fría desvía el arma de su hermano, espetándole:
-¿Te estás volviendo loco? ¿No te das cuenta de que esta gente (los norteamericanos) ya no quieren saber de nosotros? ¡Veámonos de aquí!
Hill respiró aliviado, y los dos hermanos bajaron rápidamente las escaleras contiguas al ascensor que comunica con el pasillo que daba al despacho del Presidente, en la segunda planta.
Este incidente fue presenciado por varios testigos. Uno de ellos, el doctor Tesmístocles Messina, Secretario de Justicia, pero simpatizante de UCN, se lo contó al doctor Ramón Cáceres ese mismo día. Cáceres se encontraba escondido en la residencia del doctor Messina desde la noche anterior, sábado 18 de noviembre.
Después del enojoso incidente con el cónsul Hill, Negro y Petán se dirigieron al despacho presidencial, al que entraron sin anunciarse.
El subsecretario Perdomo contempló la escena estupefacto. Petán marchaba a la cabeza, con el rostro parecido al de un “demonio” por la furia. Perdomo se adelantó y se detuvo ante la puerta de la oficina, cuando los hermanos irrumpieron en ella en forma abrupta.
El coronel Figueroa Carrión, que había entrado antes, escuchó gritar a Petán, metralleta en mano, desde la puerta dirigiéndose al mandatario:
-¡Traidor!
El Presidente se levantó tranquilamente, dio la vuelta del lado izquierdo del escritorio y se paró de espaldas al mueble, apoyando la mano derecha en él. Petán continuó gritando, oscilando su arma por unos minutos. Balaguer esperó pacientemente. Cuando estimó que aquel había terminado se dirigió a ambos, diciéndoles que debían irse del país de inmediato, para evitar estallidos más graves de violencia.
Cualquier tentativa de cambiar el curso de los acontecimientos por la fuerza, sólo provocaría un baño de sangre. El Presidente les advierte que los norteamericanos no consentirían un retroceso político en el país.
Los Trujillo oponen resistencia inicial, pero Balaguer sigue firme. Negro interviene y le dice que no tienen dinero para irse. Balaguer responde que eso no es problema, se les dará. Negro advierte que es domingo y el banco no abre. Eso tampoco debe ser problema, responde Balaguer.
Negro entonces apacigua a Petán y ambos se retiran. Ajeno al tremendo desorden afuera de su despacho, el Presidente retorna a su escritorio y se entrega de nuevo a sus labores, como si nada hubiera ocurrido.
Uno no puede imaginarse un final menos glorioso para la Era que controló la vida del país en forma absoluta durante 31 años. Acerca de estos últimos minutos de su existencia, se han tejido muchas versiones, pero se ha escrito en realidad muy poco. El propio Balaguer es increíblemente parco en sus Memorias de un Cortesano de la Era de Trujillo y se limita a narrar lo siguiente:
“El día 19 de noviembre de 1961, después del bombardeo a la Base Aérea de San Isidro y de turbulencias que estuvieron a punto de cubrir de sangre a todo el país, me reuní en una sala del Palacio Nacional, presidida aún por la fotografía de Trujillo, obra del pintor español López Mezquita, con el generalísimo Héctor B. Trujillo, con el general Pedro Rafael Rodríguez Echavarría y con el encargado de los asuntos de la misión diplomática de los Estados Unidos, señor John Calvin Hill, una especie de agente secreto que se había distinguido en el desempeño de misiones difíciles en distintos países. El tema que se puso en discusión fue el de la salida de todos los miembros de la familia Trujillo como único medio de evitar una guerra civil y de calmar los ánimos peligrosamente exaltados. El generalísimo Héctor B. Trujillo, después de varias horas de dramática expectación, accedió a abandonar el territorio dominicano, bajo la condición de que se le pusiera a su orden la suma de un millón de dólares y de que se le garantizara la conversión, varios días después, de doce millones de pesos más en moneda norteamericana. El señor John Calvin Hill tomó la palabra y expuso que su gobierno avalaría los compromisos que en ese sentido hicieran con la familia Trujillo las autoridades dominicanas. Otros miembros del clan familiar, entre ellos el general José Arismendy Trujillo Molina, alias Petán, se mostraron más reacios a aceptar esa propuesta, pero al fin optaron por someterse a ella con las mismas garantías, tanto del Gobierno dominicano como del Gobierno de los Estados Unidos”.
Esta versión tiene evidentemente algunas imprecisiones. El general Rodríguez Echavarría no abandonó la base de Santiago durante todo el domingo 19 de noviembre. Es posible que Balaguer, se confundiera y hubiera querido referirse al coronel Pedro Santiago Rodríguez Echavarría, hermano del general, quien sí le visitó en el Palacio Nacional en compañía del licenciado Rafael F. Bonnelly. Pero esta reunión se produjo el lunes 20 en horas de la mañana, cuando ya se había destituido al general Sánchez y la decisión de extraditar a los Trujillo del territorio nacional estaba tomada. Negro y Petán, en efecto, abandonaron el país la noche del 19 de noviembre. El hermano del general Rodríguez Echavarría y Bonnelly descendieron en un helicóptero en los propios predios del Palacio Nacional, cuando era ya evidente que todas las guarniciones militares aceptaban el pronunciamiento del comandante de la base de Santiago y no existía posibilidad de una reacción militar de parte de los Trujillo y sus partidarios. Las distintas versiones recogidas durante la investigación para este libro, coinciden en que el encuentro de Balaguer con Negro y Petán Trujillo tuvo lugar en su despacho y no en otra sala del Palacio Nacional, como aquel escribiera en sus Memorias. Es curioso que la participación de Petán en ese incidente aparezca en el libro citado como algo marginal.
El coronel Figueroa Carrión recordó “perfectamente” la irrupción violenta de los dos hermanos y los gritos histéricos de uno de ellos, Petán. El oficial me dijo que había corrido después del primer ataque a San Isidro al Palacio Nacional a informarle del respaldo de su Batallón Blindado al Gobierno. El general Sánchez alegó, en cambio, que no recordaba nada de ese incidente. Sin embargo, doña Mercedes, viuda de Felipe Osvaldo Perdomo, Subsecretario de la Presidencia en esos días, me relató que su esposo le solía contar que, efectivamente, los dos Trujillo habían penetrado en forma poco usual al despacho del Presidente y entablado allí una conversación tensa. Con algunas diferencias en los detalles, la versión de la viuda Perdomo y la del coronel Figueroa Carrión concuerdan en sus puntos esenciales. Hubo muchos otros testigos. Uno de ellos fue el alférez de fragata –segundo teniente- Jesús de la Rosa, de 23 años, oficial de una barcaza de desembarco (BDI Sirio) de la Marina de Guerra, con puesto en Barahona. Ese día, De la Rosa viajó temprano a la capital para resolver varios asuntos en la jefatura de Estado Mayor, ubicada en el edificio de las Secretarías de las Fuerzas Armadas en la Feria de la Paz, que había organizado Trujillo en 1955 con motivo de los festejos del 25 aniversario de su Era. Cuando se enteró del bombardeo a la base, De la Rosa se dirigió por curiosidad al Palacio Nacional en busca de informaciones, para “poder contarle” luego a sus compañeros en Barahona. Nadie le preguntó al entrar a la sede presidencial, donde vio un gran desorden y muchos oficiales caminando de un lado a otro. De la Rosa asegura haber visto a Negro y Petán entrar al despacho presidencial de mala manera.
Con el tiempo ha cobrado tintes de leyenda la versión de que Balaguer amenazó a los dos Trujillo señalando a través de las ventanas de su oficina hacia el sur, para mostrarle la presencia de los buques norteamericanos. Es probable, sin embargo, que una escena similar se produjera en la planta superior, cuando los dos tíos de Ramfis discutían con el cónsul de los Estados Unidos. Es posible, asimismo, que Balaguer sostuviera luego alguna reunión con Hill y Negro Trujillo en otra sala del palacio presidencia, lo cual, en parte, explicaría la versión que aparece en sus Memorias.
En el mismo libro Balaguer se refiere a ello, sin aclarar el misterio por completo, al señalar: “Cuando la crisis se agudizó, tras el golpe militar encabezado por Rodríguez Echavarría el supuesto Cónsul General (John Calvin Hill) llegó a ofrecerme, en nombre del Gobierno de su país, la intervención de los barcos norteamericanos, surtos a poca distancia de nuestras aguas territoriales, para constreñir a la familia Trujillo a abandonar el territorio dominicano. Esas insinuaciones fueron desde luego rechazadas y entonces todos los esfuerzos de ambos gobiernos se encaminaron a convencer al generalísimo Héctor Trujillo y a los demás parientes a salir por su propia voluntad con rumbo a un país situado fuera del continente americano”.
Balaguer insiste que “en las reuniones” celebradas en el Palacio Nacional con “ese objeto”, el cónsul Hill se limitó a “respaldar los ofrecimientos y los puntos de vista del Gobierno con respecto a la familia Trujillo”.
Muchas otras personas –ex-oficiales y antiguos funcionarios- que aseguraron haber estado esa mañana en el lugar, ofrecieron versiones distintas, a veces coincidentes con las narradas en este libro. El autor prefirió desecharlas ante la insistencia de que no se les mencionara o citara detalles que pudieran contribuir a identificarlos.
Del Palacio Nacional, Figueroa Carrión fue a su casa, la número 9-A de la calle Pasteur, a cambiarse de ropas. Su esposa Flor Malagón de Figueroa, de 34 años, uno menos que él, quedó impresionada por su aspecto. Normalmente atildado y elegante, lucía esta vez desaliñado, con las ropas sucias y arrugadas, mojadas de sudor. El oficial apenas permaneció el tiempo requerido para mudarse de traje.
A pesar de su aspecto inusual, Figueroa no parecía excitado. Flor no pudo notar nada raro en él salvo el estado de sus vestimentas militares. Aún cuando en parte el ataque a San Isidro estaba motivado por el temor que oficiales como él inspiraban a los rebeldes, Figueroa tenía problemas con algunos de los Trujillos. Sus dificultades con Petán, por ejemplo, se remontaban a la lejana época en que él fue cadete. Un incidente de entonces había motivado que le enviaran a estudiar a la Argentina, donde hizo cursos de infantería y estado mayor y adquirió, además, la nacionalidad de ese país. Muchos de sus subalternos sentían hacia él una gran admiración que provenía de su capacidad militar y de su trato personal hacia sus tropas.
Poco antes de salir, ya completamente cambiado de ropas, el oficial le dijo a su mujer:
-¡Prepara las maletas y a los tres niños que nos vamos todos!
Flor no le hizo preguntas, mientras le veía marcharse en su automóvil. Figueroa se dirigió de nuevo a la base de San Isidro.