U n tribunal de Taipei, capital de Taiwan, condenó hace dos años a cadena perpetua al ex presidente Chen Shi-bien y a su esposa Wu Shu-chen por cargos de corrupción. Se les acusó de apropiarse de tres millones de dólares y recibir sobornos por otros nueve, doce millones en total, alrededor de 432 millones de pesos dominicanos, al cambio actual.
Cuando le comenté el caso a unos legisladores y dirigentes políticos de los tres partidos del país con los que coincidí en una reunión, me comentaron casi al unísono, con sonrisas sarcásticas: “Miguel, ¡esos son chelitos!”. Taiwan es una pequeña isla en el  mar de China más pequeña que la parte dominicana de la isla que compartimos con Haití. Pero su economía es muchas veces más grande que la nuestra y exporta en un año lo que nuestro país tal vez no consiga hacer en más de una década. Sin embargo, todo indica que en materia de corrupción lo superamos.
La expresión “esos son chelitos” es un reflejo de esa penosa realidad, porque sabemos que muchos aquí triplican su patrimonio en el ejercicio de funciones públicas y que por esa cantidad pocos mueren si alguien les apunta con un arma y les grita: “¡La bolsa o la vida!”, como en aquella famosa película de Cantinflas.
La corrupción es un mal universal, es cierto. La diferencia estriba en la actitud que se asuma contra ella. Entre nosotros nunca pasa nada y los funcionarios más corruptos son premiados con ascensos y traslados. Un ciudadano cualquiera pasa las de Caín para obtener un documento de identidad, pero delincuentes internacionales y prófugos de la justicia de otros países obtienen hasta tres y cuatro cédulas en tiempo record y con un tratamiento “preferencial”, según testimonios de diversas fuentes públicas, incluyendo la propia Junta Central Electoral sobre varios casos que han escandalizado al país y mostrado el nivel de corrupción a que hemos descendido.
Miguel Guerrero es escritor y periodista
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Los cambios de los precios de los alimentos, energía, insumos industriales y metales en los mercados internacionales nos afectan de dos maneras fundamentales: Primero, inciden en los precios internos de nuestra economía, ya que somos un país abierto que depende de este tipo de importaciones para su desenvolvimiento. Segundo, altera el desempeño de nuestra balanza comercial, con las implicaciones que esto acarrea en términos de política monetaria y fiscal.

Desde el 2008 la volatilidad de los precios de estos productos a nivel internacional ha sido alta, en gran medida afectando a nuestros consumidores. El índice de precios de alimentos monitoreado por el Fondo Monetario Internacional (FMI) en el 2008 muestra un aumento de 73% con relación al 2005, para luego bajar en el 2009 a niveles similares a los de 4 años atrás.

Ya para julio del 2011 este índice supera los picos alcanzados en el 2008. El comportamiento de los índices de energía, insumos industriales y metales llevados por el mismo FMI son muy similares. 

La gran mayoría de los alimentos básicos que consumimos son importados, o sus precios son influenciados por los mercados internacionales. Por ejemplo, el precio del aceite de soya a nivel internacional ha aumentado un 50% en los últimos 12 meses. Este es un producto de  consumo masivo a nivel local. Algo similar ha pasado con el precio del maíz y el sorgo, cuyos subproductos también son utilizados en la industria avícola y porcina, afectando los precios a distintos niveles de la cadena alimenticia.

De hecho el precio actual del maíz es superior al pico alcanzado en el 2008. Esto se traduce en mayor demanda de dólares para la economía, mayor capital de trabajo por parte de los agentes económicos, e inflación para los consumidores.

Por consiguiente no es sorpresa que nuestra inflación en agosto, en comparación con el mismo mes del pasado año, sea superior a lo esperado (un 10%). Este impacto en nuestro índice de precios ha sido mucho mayor en el renglón de transporte, llegando a un 19% en el mismo periodo. Esto se debe fundamentalmente al comportamiento del precio de los carburantes, lo cual a su vez incide en el precio de la electricidad.

Para algunos productos agrícolas como el cacao y el azúcar los incrementos  han sido beneficiosos, ya que aumentan nuestras exportaciones.

En los metales estamos exportando cobre, Falconbridge está reabriendo y la explotación de oro de pueblo viejo proyecta cifras halagüeñas. Sin embargo, en términos netos es mucho mayor el impacto negativo que está teniendo esta montaña rusa de precios en nuestras importaciones que en los productos que exportamos, deteriorando nuestro déficit comercial.
El autor es economista
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