Los diarios suelen publicar cifras sobre el gasto electoral que le ponen los pelos de punta a cualquiera. Si bien no existen datos concretos sobre el particular, debido a la no obligatoriedad de transparentarlos, las cantidades exceden la capacidad de imaginación del más creativo de los ciudadanos. Si a esos gastos se le suma la publicidad gratuita que los medios y programas de televisión tradicionalmente, campaña tras campaña, bonifican o regalan a los partidos y candidatos podemos hablar con propiedad de sumas extraordinarias, incompatibles con el tamaño de nuestra economía.
Todo esto nos obliga a meditar seriamente sobre la necesidad de que se limite el gasto electoral y se penalice la tradición de los partidos de mantener en secreto sus niveles de gastos de campaña, estableciendo como un rigor, sujeto a penalidades severas, la rendición de cuentas sobre el uso de esos fondos, provengan o no de las arcas del Estado. Son tan débiles las reglas sobre la actividad electoral, que ser candidato a cualquier puesto, se gane o no la posición, constituye una ganancia, pues es bien sabido que gran parte del dinero de campaña va a cuentas personales acerca de las cuales nadie rinde cuentas.
Como las fuentes de financiamiento de la actividad electoral, además de la estatal, son muy diversas y las contribuciones privadas no se registran ni están sujetas al pago de impuestos, uno se pregunta ¿qué hacen los partidos y sus líderes con el resto del dinero; con el que les sobra? ¿En qué lo invierten o gastan? Sólo un idiota puede llegar a creer que las caravanas de fines de semana consumen lo restante. Intrigado por ese vacío de información le pregunté a diez personas qué creían que se hacía con ese faltante y la respuesta fue unánime: “se quedan con él”. Si se rindiera cuentas de ese gasto, el sobrante podría volver a las arcas del Estado. No creo que esta idea encuentre eco en nuestra clase política.