Hace algún tiempo recibí como regalo el libro “Los cuatro vientos”, escrito por Don Miguel Ruiz.
Este texto no sólo debería convertirse en lectura obligatoria en escuelas y colegios, sino que califica como libro de cabecera para aquellos que con su pluma o su micrófono tienen la oportunidad de incidir en la opinión pública con verdades, verdades a medias o mentiras.
El autor presenta cuatro acuerdos que identifica de esta manera:
1.- Sé impecable con tu palabra
2.- No tomes nada personalmente
3.- No hagas suposiciones
4.- Haz siempre lo máximo que puedas.
Quien no desee leer el libro entero, ya de por sí con estos cuatro enfoques tendrá un estilo de vida si lleva los consejos a la práctica.
Agrada pensar que se puede ser impecable con la palabra sin hacer suposiciones, no tomando cualquier crítica de forma personal y trabajando al máximo. La Madre Teresa de Calcuta señalaba que carecía de tiempo para dejar de trabajar, porque ya tendría la eternidad para descansar. Esta filosofía conduce a cambiar el rumbo de la vida: no ofender, aportar a la sociedad y cuando otros, que no tienen como norte estos cuatro acuerdos, profieran ofensas, lo mejor es no tomarlas en forma personal.
He estado leyendo los escritos del abogado José Luis Taveras. Llegué a los textos no porque sea su asiduo lector, sino por inducción de terceros, asombrados de los argumentos con los que entreteje su prosa. Taveras es sofista y sus ideas son de pasarela, pura exhibición de palabrerías huecas que no guardan relación con su mundo concreto.
En su escrito sobre Ligia Bonetti (no sé si le cabe la denominación de epístola, artículo, ensayo o de algún género bipolar), el abogado afirma: “Me sobrecoge pensar la distancia que separa las visiones que, sobre un mismo país, tiene su gente de la mayoría de los dominicanos que sobrevivimos bajo un techo de veinticuatro horas”.
El letrado, muy hábil en el manejo de la lengua, con la que hace piruetas que a veces no alcanzan el valor de lo conceptual, parece un enviado redentor, un mesías protector y representante de los pobres. Y se incluye entre “la gente que sobrevive”.
El problema es que el vehículo en que se transporta Taveras –y poco me importa cómo lo ha conseguido- no es un indicador de que “sobreviva” ni que esté sinceramente cerca de la gente que, según su parecer, fue agraviada por Bonetti cuando habló de salarios. Para no ir muy lejos, mis cálculos conservadores indican que el carro del abogado cuesta cinco veces más que el que utiliza la empresaria.
No quiero, pues, ignorar el cuarto acuerdo de Miguel Ruiz, que es el de la suposición, para afirmar que Taveras es más rico que muchos de los ricos objetos de su catarsis, del desahogo al que tiene derecho. Aunque el problema es que lo hace cayendo en lo personal y en la ofensa.
Creyendo que escribe para orates, este abogado enfatiza –y lo reitera en réplicas posteriores, como cuando enfrentó el gesto noble de Juan Vicini de defender a Ligia- que sus posturas no son personales. Sin embargo, el mensaje gráfico con el que ilustra su texto lo pone en entredicho: la foto es una intromisión grosera en la vida íntima de la dama. El texto y la foto constituyen una unidad discursiva que sintetiza la ofensa gratuita y que dejan a Taveras atrapado en su laberinto.
La dimensión o la abundancia de los bienes materiales no hacen a nadie mejor persona que otra. Lo mismo funciona a la inversa: estar desprovisto de riqueza no equivale a ser mejor ser humano que aquellos rodeados por la fortuna.
Aunque comprendo que Taveras debe ser un lector voraz, más allá de la solapa de los libros que tiene en su anaquel, quiero compartirle esta cita de Ruiz:
“Intentamos ocultarnos y fingimos ser lo que no somos. El resultado es un sentimiento de falta de autenticidad y una necesidad de utilizar unas máscaras sociales para evitar que los demás se den cuenta. Nos da mucho miedo que alguien descubra que no somos lo que pretendemos no ser. También juzgamos a los demás según nuestra propia imagen de perfección, y naturalmente no alcanza nuestra perfección”.
Vivimos en una sociedad en la que, por el afán de notoriedad de muchos, abundan los argumentos sin fundamentos, las leyendas urbanas sobre las personas, el irrespeto a la integridad del otro, prácticas especialmente asumidas por quienes creen que las críticas se pueden ejercer sin rigor y que da lo mismo escribir o hablar por un micrófono que ir al excusado.
En un momento llegué a pensar que el escrito público de Taveras contra Ligia fue un arranque emocional, movido tal vez por alguno de los innumerables casos en sus manos. Los abogados, al final de los procesos legales, siempre dejan contentos a unos y resentidos a otros, bajo esa lógica de ganadores y perdedores. A veces tienen la necesidad de disfrazar ciertas derrotas para presentarlas ante los clientes como triunfos relativos.
Pero me he convencido de que se trata de un estilo al que prefiero definir con palabras del libro de Ruiz: “Producimos mucho veneno emocional haciendo suposiciones y tomándolas personalmente, porque por lo general, empezamos a chismorrear a partir de nuestras suposiciones”.
Me imagino que cuando en otro escrito trata el tema de las damiselas, se referirá a una fémina en especial, a quien le será difícil retornar a los círculos empresariales. Se trata de un personaje que, perfectamente, encaja en las descripciones que hace el jurista. Ya sus tundas verbales no se limitan a empresarios. Sus ligerezas venenosas tocan a políticos como el expresidente Leonel Fernández.
Describe al exmandatario como hombre ordinario, con afro y baja estatura que oculta el dinero que no puede tener a su nombre, de rostro cansado canoso y piel desecada. Es probable que Taveras escriba sentado frente a un espejo de Narciso, que por lo menos lo refleja como una suerte de James Bond, atractivo e irresistible para las mujeres que pierden el aliento solo de verlo pasar en su lujoso automóvil, su bien peinada melena y su tersa piel de porcelana.
Taveras cae en el desacierto de intentar caricaturizar a Fernández, olvidando que los rasgos físicos de los que se mofa conforman el prototipo de los millones de dominicanos a los que pretende defender. Mientras en su juventud quizás pudo lucir esa bella cabellera, que con los años ha perdido, a Leonel Fernández eso nunca le preocupó ya que estaba sumergido en su verdadera pasión: los libros.
El abogado es dueño de un gran arrojo para proferir juicios sobre las personas sin el más mínimo cuidado, consideración y armado de adjetivos construidos a propósito como dardos hirientes. No digo más para no tener que violar el primer acuerdo: Ser impecable en la palabra.
Afanoso estoy en busca de ese libro que hace tiempo leí. Espero encontrarlo para hacérselo llegar a Taveras, porque su alma necesita paz y su ego requiere encontrar su verdadera identidad. Concluyo con otra cita: “Viva cada día como si fuera el último y empiece el día diciendo estoy despierto, veo el sol. Voy a entregar mi gratitud a todas las cosas y las personas, porque todavía estoy vivo”.
Finalmente, entre la prosa preciosista, rebuscada y seudo intelectual de Taveras, sus frustraciones y resentimientos, yo prefiero la simpleza, la vocación por el trabajo, la sinceridad y la lucha real por un mejor país de Ligia Bonetti.