Pocos recuerdan que en sus primeros años con su orquesta, después de 1985, a Sergio Vargas le llamaban “El Ejemplo”. El calificativo caló rápidamente entre una gran cantidad de personas que admiraban su popularidad, pero más que todo, apreciaban sus orígenes humildes y cómo pudo labrarse camino a base de talento, perseverancia y un merengue perdurable.
Como todo artista, El Negrito de Villa ha tenido sus altas y bajas. Tiempos malos, otros buenísimos. Hoy día, es una orquesta estable, que se mantiene tocando con regularidad y sin ninguna ofensiva de marketing detrás, pues coloca en la radio una que otra canción, sin los rigores de periodicidad que establecen las normas de la industria casi universales.
En su madurez artística (la que tiene que ver con los años de trayectoria, no precisamente los que definen a una persona), después de la pegada de “Dile”, Sergio asumió un estilo contestatario, tanto en entrevistas, apariciones públicas como en muchas de sus canciones, característica que se manifestaba con más agudeza en sus presentaciones en vivo. Puede que muchos añoren al Sergio de los primeros diez años, otros disfrutaron esos temas de desenfado y despecho y, probablemente, los más jóvenes aprecien al artista que ha logrado mantenerse vigente, durante 30 años de carrera.
En el United Palace de Nueva York, estuvo el intérprete de “La quiero a morir” el pasado fin de semana, precisamente celebrando sus tres décadas en la música, bajo la sombrilla empresarial de Vidal Cedeño. Un adelanto éste de lo que será el espectáculo que organiza el talentoso productor Guillermo Cordero para celebrar en el país el aniversario del artista.
La de Sergio Vargas es una carrera respetable, con méritos suficientes para estar en el salón de la fama de la música dominicana, si éste existiese. Es parte de la crema de las diez orquestas (y debe estar entre las primeras cinco) que están aún vigentes. Una cabeza independiente que no acepta guía, de ninguna índole y, por su testarudez en algunos aspectos propios del show business, no está mucho más lejos de lo que puede alcanzar un artista de su estirpe.