Aunque muchos entendemos que la pérdida de valores es algo de nuestros días, hay que recordar que la historia de la humanidad no es otra cosa que la eterna lucha entre el bien y el mal.
En la antigua Grecia el filósofo Diógenes de Sinope se hizo famoso por el hecho de que apareció en una plaza de Atenas a plena luz del día portando una lámpara de aceite mientras decía que buscaba un hombre honesto, dejando ver cuán difícil era encontrarlo.
Lo cierto es que aunque existen y siempre han existido personas honestas se sigue necesitando una linterna para encontrarlas, no solo porque quizás son las menos, sino porque honestidad y humildad andan generalmente de la mano, y por eso muchas veces los honestos no son quienes brillan en la mundanidad ni quienes disfrutan de las loas; por el contrario mueren como vivieron, sin honores ni rimbombancias pero con el respeto imperecedero de quienes hayan tenido el privilegio de haberlos sabido encontrar.
Constantemente se escuchan voces clamar la necesidad de generar una cultura de valores, pero cómo lograrlo si a diario el mensaje que recibe la sociedad, incluso de muchos de los que claman por ello, es que el valor del ser humano está asociado al poder político o económico que tiene, por eso estamos plagados de ídolos con pies de barro, de malos líderes que representan modelos equivocados y rendimos homenaje a los que no los merecen mientras dejamos en el olvido a los realmente grandes.
Pretendemos que la gente tenga civilidad, honestidad, que cumpla rigurosamente con la ley y sus deberes ciudadanos, mientras constantemente les hacemos pasar frente a sus ojos la arrogancia del poder, la corrupción apañada bajo el manto de la impunidad y los irritantes privilegios que hacen que algunos se coloquen por encima de la ley. Lo que es peor, llevamos el mensaje de que importa más un funcionario corrupto, un político irresponsable o una persona rica, sin importar cómo haya hecho su fortuna, que un académico consagrado, un verdadero líder o una persona honesta, que las hay.
Y precisamente ese es el caso de Emmanuel Ramos Messina, jurista de profesión y filósofo por pasión, no solo porque el conocimiento, la honestidad y la humildad fluían naturalmente por sus venas gracias al legado de su padre, el gran penalista Leoncio Ramos, sino porque su vida junto a su hermano Wellington, de quien solo lo separó físicamente la muerte, fue testimonio de ello.
Tenía la meticulosidad del más acabado jurista y la visión que solo se adquiere con la lectura de los grandes maestros y desarrollando la capacidad de descifrar los misterios humanos. En su “Taller de Maquiavelo” expresó sus ingeniosas críticas y en sus trabajos jurídicos sentó las bases de un Derecho Empresarial que apenas iniciaba en el país, tratando temas financieros, económicos y corporativos totalmente vanguardistas en la realidad de su época.
Y en él encaja perfectamente la frase de que vivió la vida a su manera sin dejarse imponer nada o asumir poses por conveniencia, con la sencillez que lo caracterizaba, sin prestar importancia al protocolo ni a las banalidades, enamorado de la vida y la belleza, riguroso cumplidor de todas sus responsabilidades como padre, hijo, hermano y ciudadano, siempre apegado a la búsqueda de lo esencial.
Si queremos tener más ciudadanos íntegros empecemos por valorar tantos héroes, desconocidos para muchos que solo ven las imágenes que la propaganda les presenta, sin tener la capacidad de separar la paja del trigo y no sigamos sepultando en el silencio a aquellos que no requieren de una linterna para descubrir su integridad.