Aun en los ambientes más cultivados del género operático, pocos recuerdan a Lily Pons, quien fuera la reina indiscutible del Metropolitan de Nueva York, la meca del mundo lírico, por casi treinta años, desde su primera presentación allí en 1931 con Lucia di Lammermoor, de Gaetano Donizetti.
Nacida en Francia, a comienzos del siglo pasado, Alice Josephine Pons, que era su nombre completo, ingresó en 1930 a Estados Unidos, donde adquirió años después la nacionalidad, siendo una desconocida en el ámbito lírico. Muy pronto, sin embargo, la hermosura de su voz, su inconfundible timbre y la limpieza de sus agudos, la catapultaron a la cima, en la cual permaneció hasta finales de la década de los cincuenta, poco antes de su retiro de los escenarios.
Su estable carrera estuvo cimentada no solo en su extraordinaria habilidad vocal y su impecable técnica sino también en su perfecto dominio escénico y su innegable talento dramático, que la convirtieron en la preferida del exigente público de su época. Aunque se le consideró como una de las mejores verdianas, su capacidad para alcanzar el Everest en sus brillantes y limpios agudos la convirtieron en la preferida de los amantes de Mozart, debido a sus grandes éxitos con Las Bodas de Fígaro y la Flauta Mágica, que aún se recuerdan como momentos memorables en la historia del Metropolitan.
También se le apreció por sus excepcionales interpretaciones de Mimi en La Bohéme y de Violeta en La Traviata, dos de las composiciones más populares de Giacomo Puccini y Giuseppe Verdi, ocasiones en las que solía llenar el teatro y ganar interminables aplausos de la concurrencia. Lily Pons fue también una de las sopranos más exitosas de su tiempo en otros grandes teatros de Estados Unidos, especialmente el de San Francisco, de gran tradición lírica. Su estable matrimonio con el afamado director de orquesta Andrés Kostelanetz fue un factor importante a lo largo de su carrera.