Lectura de fin de semana

A comienzos de 1973 me tocó cubrir para la agencia de noticias para la que trabajaba, la inauguración de la hidroeléctrica de Peligre, en el mismo corazón de Haití. De las calles de Puerto Príncipe fueron retirados los Ton Ton Macoutes, para…

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A comienzos de 1973 me tocó cubrir para la agencia de noticias para la que trabajaba, la inauguración de la hidroeléctrica de Peligre, en el mismo corazón de Haití. De las calles de Puerto Príncipe fueron retirados los Ton Ton Macoutes,…

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Pocas composiciones despiertan el entusiasmo de los aficionados a la ópera  como Rigoletto, el drama de venganza, amor filial, pasión y engaño en tres actos de Giuseppe Verdi (1813-1901). Para muchos verdianos el momento más emocionante se da…

A comienzos de 1973 me tocó cubrir para la agencia de noticias para la que trabajaba, la inauguración de la hidroeléctrica de Peligre, en el mismo corazón de Haití. De las calles de Puerto Príncipe fueron retirados los Ton Ton Macoutes, para borrar el aspecto de cárcel abierta que en vida de Papa Doc, el padre del presidente Jean Claude Duvalier, ofrecía la capital del vecino estado. Pero el largo recorrido por una estrecha y sinuosa carretera hasta Peligre estaba lleno de esos agentes represivos. Se les veían ataviados con sus chillones uniformes y pañuelos rojos ceñidos al cuello. Muchos de ellos llevaban viejos revólveres o largos machetes al cinto.

Cuando se paró de su asiento en la tribuna frente a la hidroeléctrica a pronunciar el discurso de inauguración, Jean Claude sostenía una pistola alemana en la mano derecha, de la que nunca se separó mientras se dirigía después hacia un punto de la obra donde cortó la cinta para dejarla en servicio. A los periodistas se nos obligó a permanecer de pie bajo un intenso sol por horas, hasta que el último de los invitados de la familia al acto abandonara el lugar.

Era una época en la que el gobierno haitiano trataba de impresionar a la comunidad internacional con vientos falsos de cambio. Pero me llevé un chasco cuando creyéndolo fui a la oficina de cables para enviar un despacho. El operador me pidió el original para digitarlo. Le respondí que no acostumbraba a hacerlos ya que solía escribir mis despachos periodísticos directamente desde el teletipo, lo cual era cierto. El hombre hizo unas cuantas llamadas y al cabo de una hora me permitió entrar. Creí que iba a morirse de miedo cuando al terminar le dejé la copia de mi texto. Como medida de precaución no salí esa noche del hotel y aseguré la puerta de la habitación con un sofá.

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A comienzos de 1973 me tocó cubrir para la agencia de noticias para la que trabajaba, la inauguración de la hidroeléctrica de Peligre, en el mismo corazón de Haití.

De las calles de Puerto Príncipe fueron retirados los Ton Ton Macoutes, para borrar el aspecto de cárcel abierta que en vida de Papa Doc, el padre del presidente Jean Claude Duvalier, ofrecía la capital del vecino estado. Pero el largo recorrido por una estrecha y sinuosa carretera hasta Peligre estaba lleno de esos agentes represivos.

Se les veían ataviados con sus chillones uniformes y pañuelos rojos ceñidos al cuello.

Muchos de ellos llevaban viejos revólveres o largos machetes al cinto.

Cuando se paró de su asiento en la tribuna frente a la hidroeléctrica a pronunciar el discurso de inauguración, Jean Claude sostenía una pistola alemana en la mano derecha, de la que nunca se separó mientras se dirigía después hacia un punto de la obra donde cortó la cinta para dejarla en servicio.
A los periodistas se nos obligó a permanecer de pie bajo un intenso sol por horas, hasta que el último de los invitados de la familia al acto abandonara el lugar.

Era una época en la que el gobierno haitiano trataba de impresionar a la comunidad internacional con vientos falsos de cambio. Pero me llevé un chasco cuando creyéndolo fui a la oficina de cables para enviar un despacho.

El operador me pidió el original para digitarlo. Le respondí que no acostumbraba a hacerlos ya que solía escribir mis despachos periodísticos directamente desde el teletipo, lo cual era cierto.

El hombre  hizo unas cuantas llamadas y al cabo de una hora me permitió entrar. Creí que iba a morirse de miedo cuando al terminar le dejé la copia de mi texto. Como medida de precaución no salí esa noche del hotel y aseguré la puerta de la habitación con un sofá.

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Pocas composiciones despiertan el entusiasmo de los aficionados a la ópera  como Rigoletto, el drama de venganza, amor filial, pasión y engaño en tres actos de Giuseppe Verdi (1813-1901). Para muchos verdianos el momento más emocionante se da en el acto final en el que el Duque de Mantua interpreta la famosa aria para tenor La donna é mobile a la que sigue el no menos famoso cuarteto Bella figlia del amore. Los entendidos consideran esta ópera, estrenada en 1851, como una excepcional e inigualable obra maestra, y al compositor como genuino exponente del tránsito entre el bel canto de Rossini, Donizetti y Bellini, y el verismo hasta Puccini.

Lo fascinante de este cuarteto es que el tenor debe cantar todo el tiempo en registro agudo y mantenerse así por encima de las otras tres voces de barítono (el jorobado bufón Rigoletto, protagonista del drama), soprano (Gilda, su hija) y contralto (Maddalena). La pieza es una de las más celebradas del repertorio verdiano, debido a que esas cuatro voces se fusionan excepcionalmente al final de la melodía hasta formar un todo pleno de fuerza sobrecogedora.

Los biógrafos de Verdi aseguran que el escritor francés Víctor Hugo, autor del drama “Le roi s´amusse”, en que se basa el guión de la obra, después de asistir a una de las primeras representaciones de Rigoletto le confió a Verdi su admiración y envidia, por haber logrado que cuatro voces diferentes, cantando a la vez y expresando sentimientos diferentes, pudieran compenetrarse con tanta belleza y perfección, algo que a su juicio no resulta posible de alcanzar en una obra teatral. Es prácticamente imposible escuchar o ver esta obra y no prenderse para siempre de ese inigualable género musical. Si Dios le ha hablado a seres humanos debió hacerlo al autor mientras escribía Rigoletto, a Puccini en Turandot y a Bethoven siempre, tanto y tan alto que acabó dejándolo sordo.

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