“Cuánto más el Padre celestial les dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan”.
Lc. 11, 13.
Dios nos envió a su único hijo para salvarnos de la muerte espiritual para liberarnos de pecados y darnos la esperanza de la vida eterna. Pero si bien fue su mayor muestra de amor y sacrificio, hizo más por nosotros: nos envió su Espíritu Santo, dejó su presencia entre su Iglesia y sus fieles. Esta tercera figura de la Santísima Trinidad, es una de las más sublimes manifestaciones de la compañía de Dios; nos guía, nos ilumina, hace de semáforo, advirtiendo sobre el paso en rojo peligroso, amarillo de cuidado o verde de correcto. Su presencia es la voz misma de Dios; cuando invocamos al Espíritu Santo, recibimos paz, luz, consuelo. Cuando pensemos en Jesús y sentir a Dios y al dirigirnos al Espíritu Santo y sentimos su presencia divina.