“No seas como un león en tu casa, maltratando a tus servidores, humillando a tus inferiores”. Eclesiástico 4, 30.
Pienso en la señora que me ayuda a cuidar de mis hijos mientras trabajo. En la casa, veo su paciencia ante la intranquilidad de los niños y lo orgullosa que se siente cuando le hace un bonito peinado a la pequeña.
Veo su expresión de agrado cuando su comida es elogiada; su desazón cuando olvidó algún detalle.
¿Cómo no reconocer que deja a sus hijos en manos de otra persona durante una semana para ayudarme con los míos? ¿Cómo no entender su cansancio, su necesidad de sentarse a “tomar un fresquito”? Hay tantas palabras ofensivas con que escucho a personas nominar a sus empleadas domésticas, presunciones sin pruebas de su falta de honestidad, palabras hirientes, poco afecto y menor sentido de agradecimiento. ¿Cómo llamarnos cristianas o cristianos si no vemos también a Dios en ellas?