En su celda de la cárcel de Baní, Manuel Alberto Santana Chalas, alias Papo, espera una condena de 20 a 30 años por el asesinato de su mujer; pero no es el crimen lo que más le atormenta sino la pregunta que le hizo su hijita de siete años cuando vio a la madre tirada en el piso en medio de un charco de sangre: “¡Ay papi!, ¿Qué tú has hecho con mi mami?”.Es una expresión que no le deja conciliar el sueño al reo, tanto así que durante las noches asegura que se la pasa caminando de un extremo a otro de la prisión.
“Por más que lo intento no puedo pegar los ojos”, dice el homicida, un agricultor de 25 años que el 21 de agosto de 2011 mató a machetazos a su concubina Altagracia Deyanira Cordero en presencia de sus dos hijos, porque alegadamente ella “no me dejaba vivir tranquilo”.
Ocho años llevaban conviviendo Papo y Altagracia Deyanira Cordero, también de 25 años. Él, un peón de una finca en Matanzas, Baní, emigró siendo un adolescente de Rancho Arriba, en San José de Ocoa, y su primer trabajo fue como obrero en una zona franca, desde donde pasó a trabajar como ordeñador de vacas y luego como “echa días”, sacando pajones en los potreros.
En Sombrero, recuerda, fue donde conoció y luego se unió a Altagracia, una mujer que, aunque ya “había tenido un paso” (otro hombre), le dejó fascinado porque “trabajaba mucho, se levantaba de madrugada, encendía su motor y se iba a trabajar hasta las cinco de la tarde”.
Entonces, la pareja era feliz. Al menos así lo aparentaba entre quienes conocieron la relación. Ambos invertían sus ingresos en ajuares y en comida, y cuando el primer embarazo de Altagracia tuvieron la previsión de ahorrar para enfrentar los gastos del parto, “porque el seguro de ella no le daba para cubrirlo por completo y en la finca no había seguro para los peones”.
Pero la convivencia de Papo y Altagracia se vino abajo desde que comenzaron las fiestas y las parrandas. Las bachatas y cervezas trastornaron la aparente quietud del hogar, y las discusiones por celos entre ambos se hicieron frecuentes.
Ella ya no tenía tiempo para quedarse los fines de semana en la casa, porque “siempre una amiga la llamaba al celular para invitarla a tomar cervezas a un colmado o para dar una vuelta en la motocicleta”.
Tal vez esa pudo ser la excusa que buscaba Papo para también “tirar sus canas al aire” y amanecer más de seguido en la calle.
La mujer, en cambio, le hacía reproches y le revelaba los comentarios que recibía del vecindario de que andaba enredado entre faldas.
La convivencia sobrevino en un infierno. Los niños paraban más en casas ajenas que en la propia, y de las discusiones la confrontación pasó a las agresiones, situación que degeneró en una primera separación de la pareja.
Papo recogió su ropa y se fue a vivir a Las Salinas, donde comenzó a trabajar en un restaurante en labores de limpieza en el patio del negocio que da a la playa. “Hasta allá fue ella a pedirme perdón, a que le diera un chance y que volviéramos a juntarnos”, refiere el imputado mientras baja la cabeza para recordar la respuesta que le dio: “Yo quiero volver contigo, pero con una condición: no discutamos más”.
Eso fue lo que él afirma le dijo a Juana. Lo cierto es que ambos se reconciliaron y se fueron a vivir a Cañafistol. Él buscó trabajo en otra finca y ella siguió laborando como operaria en la zona franca.
Sin embargo, en el fondo no hubo pausas en la tirantez de la relación, porque cada cual tenía amigos y amigas y disfrutaban por separado de sus parrandas sin importarles el descuido y abandono en que habían caído sus dos hijos, casi siempre a merced de los vecinos.
Conflictos
Una segunda separación se produjo. Papo perdió el trabajo por los constantes pleitos con su mujer y tuvo que abandonar la casa propiedad del patrono de la finca. Se fue a Matanzas a trabajar en otra finca, cuando un día recibió una citación de la Fiscalía de Baní para que se presentara por ante el Departamento de Familia y Menores.
“Allá, en el despacho de la fiscal, le dije a Juana que no podíamos volver a reconciliarnos, que quería vivir solo. Le pide a la magistrada que me fijara una pensión dependiendo de lo que yo ganaba, porque tanto pleito no iba a parar en cosa buena”, relata.
Se convino una pensión y por advertencia del Ministerio Público la pareja se mantuvo distante por dos meses, cuando otra vez volvieron a reconciliarse y ambos se establecieron en una casita en la carretera que comunica a Sombrero y Matanzas, cerca de donde él trabajaba en una granja avícola.
La tragedia, tantas veces anunciada, se acercaba.
Llegó con una noche de agosto, cuando Juana y Papo se enfrascaron en una discusión que, al decir de él, ella provocó, aunque los vecinos afirman que ambos eran culpables de los constantes conflictos que protagonizaban. En su opinión, Juana le acorraló apuntándole con una escopeta “chilena”. “Traté de defenderme, pero se me nubló la mente al ver un machete que tenía recostado a una pared de la habitación donde dormían los niños”. Después, la desgracia se hizo inminente: un machetazo en el cuello y otro en la cabeza, ambos mortales según el médico legista que levantó el cadáver.