Dirigentes reformistas dicen que sería un crimen dejar “morir” al Partido Reformista, hecho del que se cumplen ya muchos años aunque nadie se haya ocupado allí de darle cristiana sepultura.
Un partido dividido en el gobierno y la oposición, podrá lograr para una de sus partes buenas recolecciones en tiempos de cosecha, pero nunca podrá escalar la cima. La vocación de poder que caracterizó a quién en vida fue su líder y creador, se redujo después de su muerte, e incluso desde que la edad y el desgaste lo inhabilitaran para ser de nuevo candidato, a un esfuerzo de supervivencia que condenó al partido y a su militancia a navegar sin rumbo, persiguiendo alianzas de oportunidad y dejando a un lado el trabajo político intenso que la búsqueda del poder exige, rindiéndose ante su propia incapacidad para sobreponerse a la adversidad de los malos resultados electorales.
La situación del reformismo es una lástima, porque existe allí una militancia grande y fiel a sus postulados y una todavía joven dirigencia con capacidad para salvarlo si llega a convencerse de que el 2016 está muy lejos de sus posibilidades, pero puede ser el trampolín para un gran salto en el 20, donde nos espera un sombrío vacío de liderazgo por el descrédito de la clase política y el fracaso de los partidos tradicionales, incluyendo al reformismo. El problema dentro de esa organización es que el camino trazado por los estatutos no conduce a parte alguna, por el control que tienen los responsables de hacerlo morir, y se hará necesario allí una verdadera conmoción, una rebelión de los desplazados, una fuerte inyección de sangre e ideas nuevas que purguen la organización y la transformen en un vehículo de cambios y de reformas, como demandan los tiempos que vivimos. Como no hay allí posibilidad de irse al otro extremo, sólo le quedaría la opción de aceptar lo irremediable: su definitiva desaparición como fuerza electoral.