El país dio el domingo una muestra de civismo y madurez al concurrir masivamente a las urnas, a pesar de los infundados temores sobre un sistema electrónico de conteo del sufragio que marcó un significativo adelanto en materia electoral. Los resultados aún preliminares no dejan lugar a dudas acerca de la voluntad que la mayoría de la población expresó pacíficamente con su voto. Ahora sólo queda unificar esfuerzos para echar a un lado las diferencias y encontrar, en el respeto que ganadores y perdedores le deben a la nación, senderos de colaboración que allanen la senda que conduzca al lugar que legítimamente nos corresponde en el futuro.
Obstinarse en desconocer la realidad sólo conseguiría arruinar los cimientos de lo que pudiera ser una prometedora opción en venideras campañas electorales. El conteo de los votos emitidos revela incuestionablemente la fortaleza creciente de un liderazgo presidencial que trasciende el hastío propio de un prolongado ejercicio del poder por un grupo político. Sería un grave y lamentable error pretender que esa valoración resultante del sufragio sea el fruto único de un uso abusivo del poder, y no el efecto mágico del atractivo de ese liderazgo sobre enormes capas de población impactadas por programas de gran efecto social. Y más penoso sería ignorar la victoria que supone la asombrosa votación a favor de un candidato obligado a lidiar desde un principio con la fatal herencia de una división que de antemano auguraba cuanto las encuestas dieron siempre como un resultado previsible.
Hubiera sido un gesto enaltecedor una llamada de felicitación esa misma noche, para evitarle al país horas de angustias, y no esperar el momento en que la realidad se muestre en toda su innegable magnitud. Buscar justificaciones y pretextos a los resultados de las elecciones del domingo es un error que puede costarle caro a un liderazgo de vocación futura.