Hace ya tiempo, en una tertulia le pregunté a un sacerdote, muy culto y profesor de ciencias, si creía en las versiones publicadas hace ya un tiempo en la prensa acerca de la aparición sobre una roca de una imagen de la Virgen María en un barrio paupérrimo de la ciudad. Se rascó la cabeza y me apuntó el rostro con el índice de su mano derecha en señal de reprobación: “Si me haces esa pregunta en tu programa de televisión, te respondo que creo en ese milagro”.
Por supuesto, cualquiera mediana inteligencia entendería el sentido de tan ingeniosa repuesta. Pero en los albores del siglo XXI, cuando la preocupación de la humanidad gira básicamente sobre temas tan terrenales como el cambio climático por efecto del calentamiento global del planeta y la necesidad de disminuir los niveles de pobreza de cientos de millones de seres humanos, uno está obligado a preguntarse: ¿Qué vendría a hacer la virgen por una barriada tan pobre de la ciudad? ¿Qué mensaje de redención ha traído? O lo que pudiera ser más importante, ¿qué le habría dejado a toda esa gente?
Se trata de un tema espinoso y por ende delicado, que a nadie le gusta tratar por la resistencia nacional a la indagación en todo aquello que concierne a la fe y a la superstición que entre nosotros promueve el culto a lo desconocido. Sin embargo, es en extremo curioso que una iglesia tan aferrada a la discusión de temas tan mundanos y ajenos al evangelio, como observamos día a día, no aclare entre sus fieles la verdad detrás de estas apariciones, ahora que no hay tropas del conquistador amenazadas por aborígenes.
Los mitos sobre apariciones y divinidades han alentado por décadas las ideas contrarias a la existencia de una verdad absoluta que llamamos Dios. El hecho de que el culto a esos productos de la imaginación humana se difunda y crezca en poblaciones indigentes le ha dado fuerza a quienes pregonan que la religión empobrece a los pueblos manteniéndolos en la ignorancia.