Se inició la temporada de baseball de grandes ligas y con la cantidad de dominicanos jugando, ahora sólo tenemos oídos para la pelota y para la campaña que ya termina. He querido compartir con el lector esta pequeña experiencia de los años 70.
Ya el Estadio Quisqueya se llama Juan Marichal, un merecido reconocimiento a este representante del pueblo dominicano. Sin banderas partidarias, Marichal representa a su país completo. La Serie del Caribe compitió con el equipo que jugó, el Escogido, y con el que demostró su destreza en un elegante y único estilo de lanzar que lo llevó a ganar los más altos honores de este deporte que practicó desde jovencito.
Siendo estudiante becado de la AFS (American Field Service) y residiendo en Santa Rosa, California, Mr. Elmer Brown, donde me hospedaba, me tenía una tremenda sorpresa: ir al Candlestick Park de San Francisco, 50 kilómetros al sur, a ver a Marichal.
El viernes 16 de abril de 1971 fui a disfrutar de mi mejor juego de pelota.
En ese programa de beca había caído en la familia ideal, los Brown, con el objetivo de terminar el bachillerato (High School). No eran religiosos y gustaban mucho de los deportes.
Ese 16 de abril quedó marcado para el resto de mi vida por mi admiración a Marichal.
Ya antes de ir a Santa Rosa sintonizaba en un radio de pila marca Grundig, color azul celeste quemado, las transmisiones que se hacían tarde en la noche, por la diferencia de horas con el oeste de los Estados Unidos.
Es el mismo radio con el que oíamos a Fidel desde Cuba, el Santo Rosario de las seis de la tarde, la novela Kazán el Cazador y a Tres Patines. En ocasiones no se oía con claridad y parecía más bien como si yo y mi abuela Matilde Almánzar, estuviésemos captando algún mensaje de hormigas civilizadas desde un OVNI perdido. Con dificultad se escuchaban los tablazos de Willie Mays, McCovey, Bobby Bonds; las recogidas en el campo corto del cubano Tito Fuentes y por supuesto los ponches que repartía Marichal.
Viviendo en Santiago no me perdía un solo juego del Escogido si pichaba Marichal. Asistía por invitación de Tomás Peña, amigo y vecino o con mis precarios recursos pagándole al papá de uno de mis compañeros de la escuela Benigno Filomeno de Rojas (antigua Colombia) que tan solo recuerdo como “el Tíguere Tablita”.
Su padre vivía detrás del Play en el Ensanche Bolívar, y tuvo la genialidad del dominicano avivato, de construirse un carrito de tablas con ruedas de caja de bola que era como una pequeña grada personal, donde él se encaramaba y permitía generosamente la visita, a 5 centavos, de unos pocos fanáticos más y que no pesaran mucho.
Desde ahí veía a Marichal ganarle algunos de sus 13 victorias sobre las Cuyayas y quizás algunos de los seis reveses que sufrió bajo los palos del Chilote, Julián Javier, Roberto Peña, Tomás Silverio, y otros importados como Bob Robertson, John Bosch, que no era peledeísta, y Orlando McFarlen.
Desde esta grada ingeniosa pude admirar también la destreza de los carajitos del barrio Simón Bolívar quienes se aprovechaban del Himno Nacional en el que los policías de seguridad estaban en posición de “atención”, duros como de yeso, y aquellos trepaban la pared de unos ocho pies, para luego esfumarse en el público.
Pero es en San Francisco donde sentí mi mayor alegría por la dominicanidad común, ese sentimiento que los sociólogos se empeñan en negar.
Este pequeño recuerdo es como un agradecimiento a Marichal, ahora que se le dedicó la Serie del Caribe.
La grandeza de Marichal es única por el alto sentido del deporte limpio, su humildad y su caballerosidad, a pesar del incidente con Roseboro.
El juego que vi, anunciaba un gran duelo entre el mejor de los Gigantes, contra el mejor de los Cachorros: Ferguson Jenkins.
Finalmente Jenkins sólo pudo aguantar dos o tres innings porque George Foster (Lf), Mays y el cátcher Dick Dietz le entraron a palos.
Marichal lanzó 9 innings de sólo dos hits que le dieron Ken Rudolph el receptor de Chicago y Jim Hickman.
Los Gigantes de San Francisco ganaron 9 a 0 con 15 hits. Era el tercer juego ganado de Marichal hasta ese momento sin reveses. Ese año logró 18 triunfos y perdió 11.